Pablo Pérez López
Catedrático de Historia
Contemporánea y profesor del
Máster en Cristianismo y Cultura
Contemporánea
Lenin promovió una expedición militar a Alemania en 1920 para encender allí la revolución y acelerar el cumplimiento de las predicciones de Marx, que hasta entonces solo él había conseguido hacer reales. Fracasó. Los polacos, proletarios y no proletarios, se resistieron a dejarlos pasar y ganaron una guerra que contradijo las tesis de Lenin.
Daba igual. Rusia era un gigante tal, y el fanatismo comunista tan intenso, que podía permitirse seguir adelante con su plan a la espera de que el mundo reconociera su error y lo reconociera como el fundador práctico del futuro socialista de la humanidad. No fue fácil. Había que definir qué era un Estado socialista.
Por ejemplo, en economía, se estableció la abolición de la propiedad privada sustituyéndola por la estatal. En realidad, se copió el sistema que los alemanes habían puesto en marcha para crear una economía estatalizada y planificada durante la guerra, que se denominó economía socialista. Pero la ruina de Rusia era tan grave que una hambruna terrible se extendió al terminar las guerras civiles.
La ruina de Rusia era tan grave que una hambruna terrible se extendió al terminar las guerras civiles.
Lenin decretó la puesta en marcha de una nueva política económica (NEP), que en realidad consistía en una vuelta limitada al comercio y la propiedad privada, pero con otro nombre. Hubo una recuperación. Contundencia bolchevique. Su gran “acierto político” fue la contundencia con que castigó cualquier oposición y la efectividad de la propaganda.
Los bolcheviques se convirtieron en una fuerza implacable que impuso su ley con una contundencia mayor que los zares. Uno de sus colegas revolucionarios lo entendió muy bien: Iósif Stalin. Lenin, enfermo tras un intento de asesinato por parte de la viuda de un represaliado, se había percatado de la brutalidad de Stalin y recomendó separarlo de la dirección del partido.
Cuando Lenin falleció un 21 de enero de 1924 –ahora se cumplen los cien años–, Stalin maniobró hábilmente para evitar su defenestración. Había aprendido de Lenin y la revolución cómo sobrevivir. El culto a Lenin se había convertido en el centro de la vida pública del Estado Socialista.
Con su muerte eso se disparó: se dio su nombre a la antigua capital y se momificó y exhibió su cadáver –hasta hoy–. Stalin se sirvió hábilmente de ese culto para consolidar su poder en el corazón del centralismo democrático. Lenin, elevado a la categoría de mito, símbolo de la revolución, sería el principal escudo de su poder y del Estado soviético.