Javier Andreu Pintado
Catedrático de Historia Antigua
Diario de Navarra, en colaboración con la Cátedra de Patrimonio y Arte Navarro de la Universidad de Navarra, aborda,mensualmente, de la mano de especialistas de diversas universidades e instituciones, aspectos sobre la relación de la mujer con las artes y las letras en Navarra. Entre la casa y la plaza pública: la mujer en Roma.
Corría el año 195 a. C., la península ibérica veía llegar a 50 mil soldados enviados por Roma para controlar las provincias hispanas y el cónsul que los mandaba, Catón, tomaba la ciudad más oriental de los vascones, Iacca, en la Jacetania aragonesa. Ajenas, muy probablemente, a esos acontecimientos, en Roma, según cuenta el historiador Tito Livio, un gran grupo de mujeres tomaba el foro para visibilizar su oposición a la ley Opia, que desde el 215 a. C. imponía a las mujeres restricciones en la exhibición de joyas.
Las mujeres romanas se sentían orgullosas de, esencialmente, dedicarse al servicio familiar.
Ese movimiento reivindicativo, por su éxito, pues la ley fue abolida pese a la oposición de los sectores más tradicionalistas del Senado de Roma, se ha utilizado recientemente para, desde presentismos que poco tienen de históricos, dibujar una imagen de la mujer romana muy diferente al ideal asumido por las féminas de hace 2 mil años y al que muestran las fuentes antiguas. Las mujeres romanas se sentían orgullosas de, esencialmente, dedicarse al servicio familiar y a las labores domésticas.
Con las expresiones domum seruauit –“serví a mi familia”–, lanam fecit –“trabajé la lana”– resume un epitafio de Roma ese ideal y el espacio en que se desarrollaba: la vivienda, la domus. De hecho, a las cualidades que debían adornar a una mujer en Roma se les llamó domestica bona, “virtudes domésticas”.
Entre ellas –y son recordadas por Tácito o por Plinio– la modestia, la piedad, la afabilidad, la lealtad –a la familia y a los hijos, la virtud de la obsequentia–, la fortaleza de ánimo, la castidad… Y, aunque resulte chocante, esos valores no solo quedaron en el ideal de la producción literaria aristocrática, sino que fueron asumidos por la sociedad. Así lo demuestra la alusión a ellos en muchos epitafios que mujeres de cualquier rincón del Imperio recibieron por parte de sus apenados familiares.
Con ese contexto como fondo, el de unas mujeres confinadas en los asuntos domésticos, sin apenas posibilidad de asumir cargos públicos, más allá de los sacerdocios aristocráticos de Vesta y del culto imperial, pero influyentes y visibles a través de la relación con sus maridos, conocer a las féminas que, en época romana poblaron las tierras de la actual Navarra no es tarea fácil.
Los textos de los escritores antiguos no se preocuparon de retratarlas y la documentación arqueológica, riquísima en algunas de las sensacionales ciudades romanas de nuestra tierra, apenas nos ofrece luces sobre dos aspectos que, como afirmaría Tertuliano entrado ya el siglo II d. C., eran fundamentales en la visibilidad como femina maxima, como “mujer excelsa”, de cualquier mujer romana: el ornatus y el cultus.
El primero hacía alusión al cuidado de la piel y del cabello y el segundo al acicalamiento personal. Las excavaciones de Andelo (Mendigorría) o de Santa Criz de Eslava nos han obsequiado, por ejemplo, con hermosos peines de hueso, entalles para anillos en cornalina o azabache, piezas en oro formando parte de complejos pendientes –crotalia– que tintineaban en las orejas de las damas que los portaban y para los que, al igual que sucedía con los collares, o se importaban perlas y esmeraldas traídas desde Asia como la que hace algunos años pudimos constatar en la ciudad vascona de Los Bañales de Uncastillo (Zaragoza) o, sencillamente, como en un hermoso collar de Andelo, se imitaban las piedras preciosas, las gemmae, con cuentas de pasta vítrea, vidrio o cobre.
Continuará…