Javier Andreu
Catedrático de Historia Antigua y director del Diploma en Arqueología. Facultad de Filosofía y Letras.
Gracias al Nerón de la película Quo vadis? (1951), todos tenemos en mente cómo era un mal emperador. A su muerte, en el 68 d. C., el Imperio conoció un año de guerra civil en la que se alzaron en armas los ejércitos acantonados en varios territorios liderados por Galba, Otón -estos dos en solar hispano-, Vitelio y Vespasiano. Fue este último quien, ya sexagenario, se hizo con el trono imperial en el año 70 d. C. y tuvo que hacer frente a la restauración de un gobierno dañado y en crisis y a la recuperación de una ciudad, Roma, arruinada por los incendios y por una desastrosa política financiera que, seguramente, dejó gran parte del Imperio en bancarrota.
La inauguración del anfiteatro flavio por su hijo Tito, en el 80 d. C., subsiste en pie como vestigio de esa época. Quien puede considerarse el más célebre, y también libre, de los biógrafos romanos, Cayo Suetonio Tranquilo compuso hacia el 121 d. C. una breve biografía sobre Vespasiano, fallecido en el 79 d. C., que formó parte de la más influyente colección de biografías generada por la Literatura Latina, las Vidas de los doce Césares.
Pese a que Suetonio puso el foco en rasgos personales, a veces morbosos, de los emperadores a los que prestó atención, ese enfoque nos permite saber de qué modo el itálico Vespasiano fue capaz de, en una recordada frase de este biógrafo, rem publicam stabilire primo, deinde et ornare, “dar estabilidad, primero, al estado, después, hacerlo crecer”. La ocasión así lo exigía: un Imperio que contaba ya con casi un siglo de andadura desde su fundación por Augusto, con un organigrama provincial dividido por la guerra civil y, además, arruinado.
Cayo Suetonio Tranquilo compuso hacia el 121 d. C. una breve biografía sobre Vespasiano.
Frente a esa situación, Suetonio describe cómo Vespasiano fue capaz de consolidar el Imperio, de reafirmarlo: suscepit firmavitque. Para delicia de nuestra creencia en el carácter ejemplarizante del estudio del pasado, Suetonio desgrana el perfil competencial del fundador de la dinastía flavia, que incluía gran capacidad de trabajo y extraordinaria pericia (industria), una reputación prestigiosa (auctoritas) de la que carecía al abrazar el trono imperial, pues no procedía de la línea sucesoria julio-claudia, pero que supo generar con humildad (humilitas) y esfuerzo y, sobre todo, una clara obsesión por la disciplina.
Tras ver cómo el senado de Roma se había dividido en facciones partidarias de cada uno de los pretendientes al Imperio y había sido objeto de discordia permanente con su predecesor Nerón, Vespasiano optó por renovar su composición eliminando a los que consideraba indignos de su puesto y llamando a la curia “a los más honestos”. Así, ponía la clemencia, la humildad, la capacidad de servicio y la ejemplaridad, de que él hacía gala, en el corazón del equipo con el que debía gestionar la política exterior imperial.
Suetonio cuenta incluso que el mismo Vespasiano ayudó en las labores de desescombro de la Roma incendiada por Nerón. Con ser todo esto importante, este “nuevo emperador”, como se le denomina en La vida del divino Vespasiano, dio muestras de una cualidad de la que, muchas veces, nos olvidamos ante la presión de los retos y las agendas: el sentido del humor, la iucunditas.
Se cuenta que en su lecho de muerte, Vespasiano, ya agonizante, comentó a quienes le acompañaban en dicho trance que estaban asistiendo al momento en que pasaba a convertirse en un dios haciendo broma, incluso, del gran soporte de la ideología romana clásica, el culto imperial. Una buena alumna mía ha escrito que Roma es pasado y proyección. Contemplar figuras como la de este emperador del siglo I d. C. vuelve a poner de manifiesto que así es. Vespasiano es uno de ellos.