Sarali Gintsburg
Investigadora del Instituto Cultura y Sociedad
Da la impresión de que los habitantes de los suburbios, franceses de segunda o tercera generación, expresan un odio por todo lo que es signo, de vida “normal” desde el punto de vista tradicional. Su mensaje puede interpretarse como: “No queremos tu sociedad, rechazamos esta vida”. Este comportamiento tiene resonancias de los motivos y el comportamiento de los jóvenes en El Odio, de Kassovitz: te odiamos, odiamos esta forma de vida y creemos que solo odiando se pueden solucionar los problemas.
Los alborotadores no solo expresan su ira: estos últimos días en charlas de televisión y declaraciones gubernamentales escuchamos expresiones como “calmar pasiones” y “encontrar puntos en común”. Es como si no estuviéramos hablando de miembros de una misma sociedad, de ciudadanos de un mismo país, sino de algún ejército extranjero.
Además, este ejército está formado por adolescentes de entre 14 y 18 años, e incluso más jóvenes. Es decir, la división ahora no solo se da a lo largo de las líneas de demarcación ya explotadas por la derecha y la izquierda, sino también en edades y generaciones dentro del mismo barrio, comunidad, familia. Asimismo, esta situación está siendo alimentada desde dentro por los políticos que están tratando de sacar algún tipo de provecho de ella.
Parece que las autoridades francesas han decidido apegarse a sus tácticas habituales.
Por ejemplo, el izquierdista Jean-Luc Melénchon pidió la paz; sin embargo, apeló a los perros guardianes de la policía francesa y reclamó justicia. Y Antoine Léaumant, diputado del mismo partido, declaró que “las manifestaciones toman la forma que quieren, la ira expresada es legítima”. Por su parte, el líder derechista del partido Reconquête, Eric Zemmour (por cierto, de origen norteafricano), alertó a Europa de que Francia se encuentra al borde de una guerra civil. ¿Llevará todo esto a reorganizaciones significativas en el Gobierno francés a corto plazo? No es probable. Las protestas que se están produciendo son bastante típicas del Estado francés, donde la libertad de expresión suele adoptar formas violentas.
En cierto modo, la sociedad está acostumbrada a ellas y no las considera en absoluto inaceptables. También debemos entender a las autoridades francesas: estas protestas espontáneas (a diferencia del Movimiento de los chalecos amarillos) no tienen líderes, por lo que las autoridades, incluso si quisieran, no tienen a nadie con quien negociar. Parece que las autoridades francesas han decidido apegarse a sus tácticas habituales: permanecer firmes y esperar hasta que las demandas de los alborotadores finalmente se vean comprometidas por su propio comportamiento.
Y hasta ahora parece que este es el caso. Sin embargo, una sociedad desgarrada por tales contradicciones sigue desmoronándose y nadie puede predecir cuál será el desenlace.