domingo , 24 noviembre 2024
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Un santo que dijo “no” a Hitler (II)

Lucas Buch 

Profesor de la Facultad de Teología

Hay otras cuestiones más de fondo, como por ejemplo cuando se plantea por qué Dios permite el mal, cuando reflexiona sobre la muerte, o cuando hace algunas consideraciones sobre su papel en el hogar (“en este tiempo tan difícil, cada padre debe ser el sacerdote de su familia”) y, en general, sobre la responsabilidad de los cristianos en la sociedad, en la educación de sus hijos, en la labor evangelizadora de la Iglesia.

En algunos momentos plantea una lista de preguntas… que nadie le ayuda a responder. Hay que recordar que la jerarquía austriaca no siempre dio un mensaje claro sobre la colaboración con las instituciones de la Alemania nazi. Jägerstätter había podido hablar con algunos sacerdotes, pero muchos de ellos habían sido apartados de sus parroquias al pronunciarse en contra de Hitler.

Por fin, en 1943 fue llamado a filas. Había madurado ya la decisión de negarse a pronunciar el juramento de obediencia incondicional al Führer. Su mujer conocía su determinación. En realidad, en buena medida había sido ella la responsable de la vida cristiana de su marido… y conocía perfectamente sus ideas. Con todo, esperaba que todo pudiera resolverse de algún modo. El libro recoge algunas cartas de este periodo, cada vez más espaciadas. En la última parte de su internamiento, en Berlín, solo se le permitía escribir una al mes.

Sus cartas están llenas de detalles muy bonitos.

Jägerstätter no deja que la queja asome en sus misivas, aunque no le faltaban motivos. Por otra parte, sus cartas están llenas de detalles muy bonitos. No le importa, por ejemplo, pasar hambre, para enviar a sus hijas tres naranjas, que puedan llevar en la procesión de Pascua… Además, en la cárcel tiene que celebrar su séptimo aniversario de boda.

Por otra parte, es emocionante ver cómo procura cuidar sus devociones y su vida de piedad, aunque apenas le permiten ver a un sacerdote, y mucho menos asistir a Misa o comulgar. El tiempo pasa, y la mirada de Franz se fija cada vez más en Dios y en la vida eterna. Durante los meses que permanece encerrado en la cárcel de Berlín, donde la vida es dura y el trato cruel, sus escritos consisten en citas de la Escritura, que va copiando cada día, a las que añade una breve reflexión.

Al conjunto le llamó: “Lo que todo cristiano debe saber”. En total, son algo más de doscientos textos y reflexiones. Los temas son múltiples. Muchos los había desarrollado ya en algunos de sus ensayos; otros responden a su situación, a sus dudas e inquietudes… 

Todos ellos constituyen un fundamento sólido para superar la incertidumbre y el aislamiento en el que vive y para mantener la decisión que ha tomado. Así, por ejemplo, comentando un texto de San Pablo, escribe: “Nuestra unión con Cristo no nos protege de los sufrimientos terrenos, pero pone el sufrimiento en la perspectiva del valor eterno”. Al final, las entradas del cuaderno se limitan a una sola línea.

Los últimos escritos Franz se encuentran en unos retazos de papel. A mediados de julio es condenado a muerte, y solo espera que llegue el momento de su ejecución. Su abogado organizó un encuentro con su mujer, que se desplazó hasta Berlín con el párroco del pueblo. Les permitieron verse apenas veinte minutos. Le parecieron pocos, y además en un ambiente que no hacía nada fácil la comunicación…

Por eso, deseando quizá completar lo que en aquella conversación no había podido decir, Jägerstätter describe en esos papeles los motivos que le han llevado a tomar la decisión que le va a costar la vida. Además, procura alzar la mirada para ver la existencia humana en toda su real extensión: “Somos afortunados cuando podemos experimentar una pequeña alegría en esta vida. Pero ¿qué son los breves momentos de alegría en este mundo, comparados con lo que Jesús nos ha prometido en su Reino?”

En su última carta, se despide de su familia y deja su vida en manos de Dios. Afrontaba una muerte injusta, como habían hecho los primeros cristianos. Cerca de Dios, sí, perdonando y pidiendo perdón, porque era consciente de que la causa del mal no era otra que el pecado. 

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