Alicia Andueza Pérez
Doctora en Historia del Arte
Así, las mujeres se dedicaron mayormente a bordar tejidos de lienzo y todo lo referente al bordado en blanco, como manteles, colchas, sábanas o almohadas. En atención al género, podríamos decir que cuando los hombres bordaban era arte y cuando las que lo hacían eran las mujeres, sus obras eran consideradas una mera artesanía, una labor específicamente femenina y doméstica.
De esta forma, debido a la situación social y jurídica de las mujeres en los siglos pasados, al estar siempre en una situación de subordinación al varón, no pudieron desarrollar en la mayoría de los casos los oficios artísticos de manera profesional. Parece ser que esto no siempre fue así, ya que hay referencias en ciudades europeas durante la Edad Media en las que existían mujeres en los talleres de bordado, pero al regularizarse los oficios e instituirse oficialmente los gremios y sus ordenanzas, su papel fue disminuyendo hasta quedar relegadas, como hemos referidos, al ámbito privado.
En el caso concreto de Navarra y aunque la constitución del oficio como tal se dio en los albores del siglo XVI, no conservamos ningún indicio de su reglamento. No obstante, las numerosas noticias documentales nos confirman que fueron maestros bordadores los que estuvieron al frente de los obradores.
También se hicieron cargo de los aprendices dejados por sus maridos.
No tenemos constancia de la participación de las mujeres en ellos, pero el silencio de las fuentes no es óbice para pensar que dentro de los talleres seguramente realizaron distintas actividades. Esta situación cambiaba al enviudar, momento en el cual adquirían cierta entidad jurídica y se hacían cargo de los talleres.
Pasaban a ser las encargadas de concluir, por medio de acuerdos con otros bordadores, las obras contratadas por sus cónyuges, como puede verse claramente en el caso de Graciosa de Izu, mujer del bordador Juan de Agriano y Salinas que, tras la muerte de su marido y como viuda y heredera del mismo, capitaneó su taller y se concertó con otros artífices para acabar las obras que su esposo había contratado en 1628 con la parroquia de Lodosa.
En este sentido, también se hicieron cargo de los aprendices dejados por sus maridos, como parece por el testamento del bordador Juan de Arratia, que dejó por heredera a su esposa y mandó que sus criados, Vicente de Aróstegui y Nicolás de Marchueta, siguieran trabajando en su casa hasta que cumplieran el periodo de aprendizaje estipulado.
Continuará…