Ricardo Fernández Gracia
Director de la Cátedra de Patrimonio y Arte Navarro
Resulta significativo comprobar cómo hacia finales del siglo XVI y, sobre todo, en el siglo XVII, el uso religioso de los vela
desapareció en muchos lugares de culto, momento en que los documentos y los lienzos atestiguan la irrupción de la cortina en la presentación de las obras de carácter privado, particularmente en los gabinetes de pintura.
En estos últimos, la pieza mejor de la colección estaba cubierta para generar curiosidad y expectación entre los visitantes.
En el momento en que el poseedor de la colección juzgaba oportuno, procedía a descubrir el cuadro, generalmente el más señalado por su autoría, composición o valor monetario. Como es sabido, las representaciones de galerías de coleccionistas o interiores ornamentados con objetos de arte, con presencia de diletantes o aficionados, fue un género habitual entre los pintores flamencos del siglo XVII, glorificando la práctica del coleccionismo, como actividad culta y sofisticada.
En muchos casos, las obras no mostraban estrictamente la colección del comitente.
En muchos casos, las obras no mostraban estrictamente la colección del comitente, sino que aludían metafóricamente a sus intereses artísticos y su lugar como aficionado a las artes. Por otro lado, la cortina protegía al cuadro del polvo y de la luz excesiva. Se descorría solo cuando el propietario quería mostrar o contemplar la obra.
Al desvelar el cuadro únicamente en ocasiones muy especiales, además de evitar que la obra se volviese obsoleta, se aumentaba su efecto sobre el espectador.
Según recoge V. Stoichita en su estudio sobre La invención del cuadro (Barcelona, El Serbal, 2000), las fuentes tratan de unas imágenes que usaban la cortinilla: las obras de tipo licencioso.
La Venus del espejo, de Velázquez, o el Amor profano, de Caravaggio, eran contempladas, tras descorrer la cortinilla, por las personas más íntimas del coleccionista, generalmente hombres.