Luis E. Echarte
Profesor de ética médica y del Máster en Cristianismo y Cultura Contemporánea
Hay quienes se atreven a soñar incluso con más estimulantes quimeras como la generación de monos con cerebros humanos. Búsquense estos imaginarios asociados a la aparición de las también recientes noticias en prensa sobre las investigaciones del equipo de Juan Carlos Izpisúa.
No comparto sus sueños. Todos estos visionarios no se percatan de que hoy el trasplante de cerdo supone, ya, sin esperar más, un nuevo triunfo de la naturaleza.
Estamos muy lejos de entender e imitar a la naturaleza como para querer superarla.
Los corazones artificiales más sofisticados que hemos sido capaces de crear y llevamos tiempo diseñándolos (el primer trasplante de ese tipo fue efectuado allá por 1969) no se acercan ni lo mínimo a la belleza arquitectónica y al milagro funcional que esconde un humilde corazón de cerdo. Estamos muy lejos de entender e imitar a la naturaleza como para querer superarla.
Y estamos hablando de lo que solo aparentemente parece ser una bomba mecánica. Por supuesto, esto no significa dar la razón a quienes tampoco han tardado horas en tachar el trasplante de corazón de cerdo de aberración sacrílega, monstruosa o acto contra natura.
La polarización del debate parece ser mal de nuestro tiempo. Estos segundos también olvidan que muchos de nuestros mayores ya tienen incorporados en sus cuerpos un sin fin de prótesis sintéticas: de cadera, auditivas, endovasculares… Y casi todas ellas están hechas de materiales mucho menos nobles y misteriosos que los que ofrecen los organismos vivos. La tecnología, bien utilizada, no deshumaniza sino todo lo contrario.