Escrito por: Gerardo Castillo Ceballos
Profesor de la Facultad de Educación y Psicología de la Universidad de Navarra
Otra forma de falso diálogo es el que se realiza sin pensamiento.
Últimamente, la palabra “diálogo” se encuentra en plena ebullición. Está de moda apelar al diálogo como la piedra filosofal que resuelve todo tipo de conflictos. Quién no ha oído decir más de una vez “esto solo se arregla dialogando”. Se presupone así que no existen otros procedimientos, alternativos o complementarios, de un diálogo que, además, sería infalible. El diálogo no tendría limitaciones o carencias en sí mismo. En opinión de Amando de Miguel, existe la idea, casi la obsesión a veces, de que los ciudadanos y sus representantes deben dialogar sin interrupción para ponerse de acuerdo en todo, cueste lo que cueste. Pero el disenso suele ser tan necesario como el consenso. En muchas ocasiones, las personas que ofrecen dialogar han decidido, previamente, no ceder en su postura personal, de tal manera que el diálogo es solamente un formalismo y una coartada. No son infrecuentes quienes presumen de dialogantes, siendo dogmáticos y/o fanáticos. Otras personas desconfían, no del diálogo, sino de ciertas formas espurias de dialogar. Una de ellas es el diálogo supeditado a no traspasar unas predeterminadas líneas rojas, lo que convierte el supuesto diálogo en algo simplemente instrumental. Se dialoga para ganar tiempo o para cargarse de razones antes de una ruptura prevista y deseada. Otra forma de falso diálogo es el que se realiza sin pensamiento, a veces resulta cómico, aunque sin la gracia que tenían los locuaces e irracionales diálogos del genial Cantinflas. Imagino que tanto los no dialogantes, como los obsesos del diálogo, cambiarían de actitud si conocieran cuál es el origen histórico y el sentido del verdadero diálogo. La filosofía surgió del diálogo.
Cuando Sócrates recorría la plaza pública confesando su ignorancia y pidiendo que le contestaran sus preguntas, invitaba al diálogo (la mayéutica) para profundizar en las respuestas recibidas. Platón coincide con su maestro, en que el pensamiento verdadero es diálogo. La filosofía nació con el diálogo, es decir, con la misma esencia del pensamiento humano concentrado en la búsqueda y conocimiento de la verdad. El diálogo exige a los dos interlocutores una escucha activa, esta incluye mostrar al oyente que se le ha comprendido. Se refiere a la capacidad de escuchar, no solo lo que la persona está expresando de forma verbal y directa, sino también sus ocultos sentimientos. El orientador necesita tener comprensión empática: capacidad de ponerse en los zapatos del otro para intentar ver las cosas como él las ve. Hay que evitar el “síndrome del experto”: dar la respuesta antes de que el otro hable. Quizá el obstáculo principal sean los defectos personales de los interlocutores. Así, para Benjamín Santos, “los soberbios, no dialogan, imponen. Los fanáticos no dialogan, insultan. Los autosuficientes no dialogan, desprecian. Los acomplejados de superioridad o de inferioridad no dialogan, miran por encima o por debajo al otro”.