Gregorio Guitián, Profesor agregado de Teología Moral y Director de Investigación de la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra
A comienzos de mayo pasado, el partido del actual Gobierno registró una proposición de ley para legalizar la eutanasia. La ausencia de debate facilitaría la aprobación de una ley profundamente injusta. Lo más alarmante de este proyecto de ley es que, según ha trascendido, está inspirado en la ley de eutanasia holandesa. Que lo sepa todo el mundo: la primera ley holandesa (1993) era ideal. Se presentaba con unos límites infranqueables para casos verdaderamente extraordinarios y merecedores de compasión: enfermedades graves e irreversibles, dolores insoportables, agotamiento de otros recursos y, por supuesto, la libre petición del enfermo. La realidad desbordó la letra de la ley y, al compás de los abusos por parte de algunos médicos que pasaron por el juzgado y fueron absueltos, se amplió progresivamente hasta llegar a la ley vigente: el sufrimiento no tiene por qué ser físico, también puede ser psíquico, no tiene por qué ser terminal y se puede aplicar a menores. Según las encuestas de la Fiscalía General de Holanda tras la primera ley, en contra de lo establecido, menos de la mitad de las eutanasias practicadas se comunicaban a la autoridad competente; en un 40% de los casos se practicaban a enfermos incapaces, y en un 15% a enfermos capaces sin su consentimiento. Nada más que decir. Holanda ha visto cómo las muertes por eutanasia se han disparado a un ritmo de hasta un 10% más cada año.
Se puede objetar que los que promueven este proyecto intentan hacer una ley mejor. Ahí está la mayor ceguera: el problema es la misma existencia de esa ley, que otorga a una persona el poder para terminar legalmente –por “compasión”– con la vida de alguien frágil y vulnerable. Ese 40% y ese 15% de casos esconden detrás el pensamiento de que no es razonable querer seguir viviendo así. Como ha mostrado agudamente el Dr. Gonzalo Herranz, experto en la materia, el Gobierno holandés amenazó con endurecer las penas a los profesionales que incumplieran la ley, pero en el fondo estaba paralizado ante el descubrimiento aterrador de que una ley de eutanasia es esencialmente incontrolable. No puedes poner a un policía en cada cama de un hospital. Recientemente he visto la fotografía de una mujer que, en su ancianidad, se ha hecho un tatuaje en el hombro: “Don’t eutanize me”.
Inspirados en el caso holandés, en 2015, la Cámara de los Comunes de Inglaterra y Gales tumbó por amplia mayoría el proyecto de ley de suicidio asistido. Theo Boer, experto holandés en ética médica e impulsor decidido de la eutanasia en su país, escribió un artículo para la prensa británica reconociendo que “estábamos equivocados, terriblemente equivocados”. La ley consideraba la eutanasia como algo extraordinario, pero ha terminado aplicándose a personas deprimidas por estar solas o por haber enviudado. Y advertía que “una vez que el genio está fuera de la botella, no es probable que se pueda meter otra vez”.
Inspirados en Holanda, los ingleses han rechazado la eutanasia porque contradice los mismos valores que defiende su sociedad. Piénsenlo: ¿qué hace el pueblo, qué hacen los bomberos cuando alguien sale a un balcón con pretensión de tirarse? ¿Jalear a esa persona? ¿Qué hacen los medios de comunicación ante los casos de suicidio? ¿Los proclaman a los cuatro vientos? Incluso el libro de estilo de un periódico español que promueve fervorosamente la eutanasia reclama especial prudencia porque “estas noticias incitan a quitarse la vida a personas que ya eran propensas al suicidio y que sienten en ese momento un estímulo de imitación”. Es una contradicción y una hipocresía pensar que el suicidio no es un bien social y al mismo tiempo promover el suicidio de los más vulnerables. Inglaterra y Gales han rechazado la ley de eutanasia, porque las leyes no solo permiten conductas sino que educan transmitiendo la señal de que aquello es un bien social. Y suicidarse no lo es. En cambio, han creado un ministerio para abordar el problema de la soledad.
Nuestros gobernantes y algunos partidos políticos quieren entrar en la vida de las personas vulnerables para decirles –eso sí, con una sonrisa– que para ellos el suicidio sí puede ser una buena opción. Antes o después, ¿quién no se sentirá sutilmente coaccionado pensando que es una carga y que lo mejor que podría hacer es suicidarse? Señores gobernantes y parlamentarios: verdadera compasión es promover que las personas vulnerables tengan afecto y ayuda –también económica–, y que no estén solas (les recuerdo que su ley de divorcio exprés ha hecho de la familia una institución más frágil que la porcelana china). Verdadera compasión es fomentar los cuidados paliativos, no el suicidio. No descarten a los vulnerables, eso es verdadera compasión.