En su mejor versión, el modelo busca evitar que los incentivos y condiciones de surgimiento de condiciones delictivas afecten realmente a las empresas.
Si se previene, el daño se evita. Si se reacciona a tiempo, el daño se mitiga y no escala de un modo que destruye parte importante de la reputación de la empresa. Pero esa mejor versión no se genera por arte de magia, ella requiere de actuaciones con propósitos y objetivos claros.
El ejemplo más conocido de una política de esta clase es aquella del Departamento de Justicia (DOJ) de los Estados Unidos —el organismo principalmente encargado de la persecución de delitos corporativos en ese país y en cuyo seno surgió el modelo dominante—. El DOJ tiene una política abierta de celebración de acuerdos de no persecución.
Esto no es una excepcionalidad norteamericana, políticas similares se han difundido también alrededor del mundo.
Ante una noticia verosímil de delitos de connotación empresarial, las empresas pueden firmar un acuerdo de no persecución bajo cuatro condiciones: completa entrega de información relevante, completa colaboración con la investigación, devolución de ganancias derivadas del delito y mejora en los mecanismos de prevención de delitos futuros. Como ello limita los riesgos reputacionales y legales, las empresas están fuertemente incentivadas para actuar así.
Esto no es una excepcionalidad norteamericana, políticas similares se han difundido también alrededor del mundo. Detrás de esta política se encuentra la idea de que, aunque haya razones de política pública para sancionar corporaciones, ellas son otra cosa que las personas naturales. Son, ante todo, valor para sus accionistas y estructuras productivas para la economía.
La orientación es a evitar la afectación de esas dos condiciones: minimizar el impacto que los riesgos criminógenos asociados a la empresa suponen para el valor económico que tiene la empresa para sus accionistas y el valor productivo y de intercambio para la economía en general.