Escuela de Psicología
“El comportamiento es una función de contexto”. Eso es lo que reza la frase de Dale Brethower (1995), uno de los pioneros de la mejora del desempeño en las organizaciones. Pero a pesar de que esta frase pueda tener sentido también para todo tipo de comportamientos aceptables y no aceptables, ¿por qué, entonces, seguimos intentando modificar solo al individuo (su comportamiento) sin reformar al sistema? Esta es la pregunta que me hago continuamente al enterarme de las innumerables denuncias por hostigamiento, acoso y abuso sexual al interior de nuestras empresas. La tendencia actual es seguir mirando esta problemática como un factor individual, persecutorio y legalista. Sin embargo, creo que debe ser abordada con un enfoque global e histórico, y aceptar la responsabilidad (no culpa) que nos cabe a todos en estas acciones.
Nuestras organizaciones carecen de una mirada inclusiva. A las personas diferentes se les obliga a adecuarse a un conjunto de patrones y normas que rayan en el desaire y la discriminación. Al contrario, consideramos que para obtener el anhelado prestigio personal y/o laboral, se hace necesario diferenciarnos y excluir. El obedecimiento ciego a las figuras que representan autoridad aún persiste. Tendemos a invisibilizar y normalizar las prácticas que incomodan, asustan y coercionan. Muy probablemente sea la manera, equivocada, que hemos encontrado para hacernos respetar u obedecer. No existe claridad suficiente de lo que es una conducta debida o abusiva en un contexto familiar, laboral y educacional. La salud mental sigue siendo considerada como un elemento secundario. Desconocemos el potente rol que cumple el tipo de familia y su entorno en las patologías y abusos.
Entonces, ¿bastaría con sindicar a individuos o también debemos hacernos cargo de nuestra sociedad?