La narrativa breve guatemalteca tiene quizá sus inicios en el siglo XIX. Fue José Milla y Vidaurre quien se dio a la tarea de publicar en distintos diarios de la época relatos de ficción. Aunque mucha crítica los ha enmarcado o “descalificado” como “cuadros de costumbres”, Milla recrea una sociedad capitalina decimonónica criolla, en la que describe a pintorescos personajes.
Quizá uno de sus cuentos mejor logrados sea El Chapín, en el que cuenta, entre otras, las desgracias de Cándido Tapalcate, un exportador de cochinilla, durante su viaje por Europa. La narrativa de Milla, autor de importantísimas novelas, como La hija del Adelantado, estuvo influenciada por el Romanticismo y realismo europeos, y empata con otras producidas en América Latina, como los relatos de Esteban Echeverría, en Argentina.
Más adelante aparecieron los autores vanguardistas, quienes a principios de siglo XX marcaron un cambio en la forma de narrar, contar historias, describir personajes, pero, sobre todo, aportaron con las técnicas narrativas, tales como el flujo de escritura, propuesto por los surrealistas. Uno de ellos, a quien he considerado como el primer narrador vanguardista en América Central, es Rafael Arévalo Martínez. Su libro de relatos El hombre que parecía un caballo (1915) se inserta en la literatura hispanoamericana como un texto precursor de la narrativa vanguardista en la región.
Algunos otros escritores, como Miguel Ángel Asturias, Arqueles Vela, Mario Monteforte Toledo, Osmundo Arriola, por ejemplo, produjeron textos vanguardistas, experimentales, novedosos en su manera de narrar, con temáticas diversas, entre leyendas, problemas sociales y demás.
Umbral del siglo XX
Después, como uno de los “ismos” de las vanguardias producidos en América Latina, surgió el criollismo con autores como Flavio Herrera, Ricardo Estrada, Alfredo Balsells Rivera, Carlos Samayoa Chinchilla, Virgilio Rodríguez Macal y Francisco Méndez, entre otros.
La descripción mestiza del indígena o el negro fue una de las características de esta literatura, que utilizó el lenguaje coloquial, especialmente el del indígena hablando el español, para mostrar y visibilizar, algunas veces de manera paternalista, otras con la mirada mágica, al “otro” de la sociedad guatemalteca.
Mucha de esta narrativa, con aportes significativos en su técnica y estructura, tuvo muy buena recepción internacionalmente. Aunque no aparecieron en muchas antologías, su valor estético radica en la confección total de los relatos. Sin lugar a dudas, parte de esta propuesta estética, que iba de la mano con otros autores latinoamericanos, como la literatura de revolución en México o el propio Juan Rulfo, quizá uno de los grandes exponentes de este género, Ciro Alegría en Perú y Salarrué en El Salvador, entre otros, fue semilla para que el realismo mágico marcara la pauta durante no menos de dos décadas del siglo XX.