Cuentan –humorismo chapín– que un cristiano fue lanzado a los leones y que uno de los feroces felinos, tras desgarrarle un muslo, se disponía a devorarlo. El populacho, como es natural, se encontraba divertido, feliz y satisfecho. El cristiano, sin embargo, así finaliza la historia, logró sobreponerse y, sacando fuerzas de flaqueza, alcanzar los testículos del león y apretarlos con tal fuerza que este no quedó para más que para quejidos lastimeros. El populacho, entonces, molesto y enardecido, increpó al cristiano y le exigió: “¡Pelea limpio, cristiano! ¡Pelea limpio, infeliz!”
Los ministros del Gabinete de Gobierno no llegaron a un extremo semejante, pero, ¡oh escándalo de escándalos!, hicieron presencia en una vista pública en que lo único que se discute –esta es la esencia– es si tiene o no tiene el Estado y –específicamente– aquel que electo por el pueblo –formula y dirige esu política exterior y sus relaciones diplomáticas– la potestad de declarar no grato a un diplomático que se encuentre ante sí acreditado.
No se trata el asunto que se ventila de si el embajador es más o menos simpático o de si le cae bien o mal a uno; no teniendo nada que ver la simpatía personal, en absoluto, ni el reconocimiento que se pueda tener de su capacidad y de sus méritos, y menos aún, las relaciones con el Estado que le ha acreditado, Estado con el que nada se discute –sino simple y llanamente– de esto es de lo único que se trata –que el Estado, a través del órgano competente para hacerlo– ha ejercitado su potestad soberana de considerar no grata la presencia del diplomático, sin que exista precedente en el mundo de que un tribunal se haya entrometido en el ejercicio de esta potestad, por demás, una potestad que corresponde al Organismo Ejecutivo.
El tema no es si tiene o no tiene razón el Estado en cuanto a la apreciación que ha hecho de las declaraciones del diplomático, sino simple y llanamente que el Estado –aquel que tiene en este la potestad de hacerlo el único– de decidir sobre el asunto, así lo ha hecho y decidido. (En el caso concreto ni siquiera se llegó a tal declaración sino a la invitación hecha al Estado que le acreditó de retirarle, sustentado esto en que quien puede lo más –hacer la declaración– puede lo menos, invitar a su retiro, fórmula esta cuya oportunidad y conveniencia podría discutirse pero no en los tribunales.
Resulta “simpático” que se critique que los ministros que integran el Gabinete se hayan hecho presentes en la sala de vistas “sin haber sido citados”, y que los mismos que hacen esa crítica y que se rasgan las vestiduras sean los mismos que han callado e incluso aplaudido cuando embajadores de otros países se han hecho presentes en esa misma sala y en las salas de otros tribunales, “sin citación alguna”.
¿Necesidad de citación para que pueda concurrir alguien a una vista pública? ¡Por favor!
¿Necesidad de citación para que el alcalde Arzú pudiera acudir a la desafortunada conferencia de prensa que tuvo la necesidad de evidenciar? ¿Los extranjeros, sí pueden –los embajadores, incluso, a granel– pero, los guatemaltecos, no? ¿Embajadores de otros países, sí, pero ministros de nuestro propio Gobierno, no? Injerencia en la administración de justicia por asistir –como público– a una vista ¡Por favor! ¿Conveniencia, o no, de haberlo hecho? Esa es harina de otro costal, ajena a lo jurídico.
La solicitante del amparo no se presentó a la vista pública, porque la vista pública a celebrarse no fue solicitada por ella y –por lo visto– solamente le gustan los espectáculos por ella preparados y que puede controlar.
La vista, en efecto, fue solicitada por la autoridad impugnada, autoridad que –así– quiso transparentar lo discutido. En esta vista, por lo visto, fue tomado por sorpresa el pacto de farsantes y no llevó este las barras que acostumbra, habiendo sido la presencia de los ministros –y no la de las clacs tradicionales– la que ocupó los espacios de la sala.
Los ministros de Estado son responsables de sus respectivos ministerios, de los acuerdos gubernativos firmados por el Presidente cuando los refrendan y por los decididos con el Presidente (el vice toma también parte) en Consejo de Ministros, salvo que hagan constar su disidencia.
El tema del amparo, reitero, no es la mayor o menor felicidad de lo decidido, sino la potestad de hacerlo que, si tal potestad no corresponde al Presidente, sino al tribunal, sobran ya la Constitución de la República, la Convención de Viena sobre Relaciones Diplomáticas y los usos y costumbres internacionales que rigen la materia: nuestra Corte de Constitucionalidad por encima de las normas, nacionales o internacionales: por encima, incluso, de la Corte Celestial.
La presencia de los ministros que forman parte del Gabinete de Gobierno fue sana porque los hay, al igual que embajadores y funcionarios diplomáticos, que son dados a desempeñarse sin la debida consecuencia política ( “ocupo el cargo, sí, pero nada tengo con el Gobierno) ejemplar, por cierto, en este aspecto, el embajador de los Estados Unidos de América cuando, recién llegado a Guatemala, cortó de tajo a periodistas que lo acosaban con preguntas tendenciosas que buscaron exhibirle: “Yo no voy a criticar o contradecir a mi Presidente. Él fue quien me nombró para venir a este país”, contundente declaración hecha por todo un funcionario de carrera, de la que muchos, entre nosotros, deberíamos aprender.
Continuará