No fueron otros sino ellos mismos quienes establecieron la norma de que los diputados “tránsfugas” no puedan ocupar cargos directivos ni presidir comisiones en el Congreso, norma esta a la que le sumaron, como una guinda en el pastel, que tampoco puedan optar a la reelección por partido distinto de aquel que abandonaron, normas todas inconstitucionales que carecen de fundamento alguno, inexistentes prohibiciones semejantes en la Constitución de la República. Constituyen estas normas, propiciadas y aplaudidas por la clac mediática –la judicatura, a veces, se suma– el complemento perfecto para el monopolio del que están investido los partidos políticos, ya que los candidatos que sean electos, con semejantes grilletes, deberán guardarles la fidelidad más absoluta, imposible –en consecuencia– la posibilidad de disentir, salvo que decidan optar por la muerte política. Cabe preguntarse para entender las normas “antitránsfugas” que si el cargo se adjudica al candidato o al partido, y la verdad es que si fuese al partido ¿para qué los candidatos? Si tal el sistema –que las diputaciones en juego se adjudican al partido– debería decidir el partido a qué personas darles los cargos e, incluso, el reemplazo de los mismos. ¿Para qué, si así, los candidatos? ¿En desacuerdo el diputado con las instrucciones del partido? Pues, ¡fuera! ¿Su destino? tránsfuga, a lo largo de su mandato, sin posibilidad de presidir comisiones ni de ocupar cargos directivos. El hecho, sin embargo, es que, de conformidad con la Ley, es al candidato a quien se le adjudica el cargo, y si es a este a quien se le adjudica, ¿Por qué sancionársele por su disensión partidaria? Este tipo de normas que surgen de la presión mediática y que se emiten por la incapacidad de los legisladores para resistirla no son sino absurdos parches –e inconstitucionales– a un sistema que no funciona, sistema en el cual los electores tienen la percepción de no estar representados –no lo están– y los electos carecen de cordón umbilical con los votantes, imposible la sanción para el buen o mal trabajo del electo, el premio –la reelección–, si lo hace bien, y la no reelección –el castigo–, si mal lo hace imposible la sanción, decíamos puesto que no sabe el votante ni siquiera quién es su diputado. ¿Sabe usted quién es su diputado? Se trata de un sistema en el cual depende más su reelección de la relación del diputado con las dirigencias partidarias, que de la voluntad de los votantes. Fueron los propios diputados quienes hicieron las normas de que hoy son sus víctimas, la inevitable cosecha de una legislación irresponsable, su propia siembra. El colmo de las normas que castigan el transfuguismo es la que –violando el derecho constitucional de elegir y ser electo– impide que se elija por una razón que la Constitución no contempla, razón establecida por una ley de menor jerarquía. Que un diputado, por el hecho de separarse de su partido original aunque permanezca como independiente durante el resto de su mandato, sin adherirse a otro, no pueda ser candidato en la siguiente elección por partido distinto –queriéndolo o no– favorece la tiranía que impera en los partidos políticos. Con la misma irresponsabilidad se legisló también lo correspondiente al delito de financiamiento electoral ilícito, y tan irresponsablemente, que la Corte de Constitucionalidad hubo de ordenar al Congreso que rehaga el párrafo segundo del artículo que lo establece, párrafo que contempla la misma pena para supuestos que son absolutamente distintos, el primero, financiamiento con dinero proveniente del crimen organizado, del lavado de dinero, del narcotráfico o de cualquier otro delito, y el segundo, el financiamiento que se hace con dinero limpio, dinero de procedencia legítima, si no se registra: ¡ninguna diferencia! La misma pena para quien recibe, a sabiendas, dinero del narcotráfico, que para quien recibe dinero que no tiene ninguna procedencia delictiva, pero que –por cualquier razón, descuido incluso– omite registrarlo: ¡por favor! Grave también la falta de claridad del segundo párrafo en cuanto a dejar fuera del delito a quien APORTA dinero limpio, ya que solamente se refiere a quienes lo RECIBEN y se abstienen de citar su procedencia y registrarlo –contrariamente a lo que ocurre en el párrafo primero, párrafo que se refiere a todos (tanto a los que lo reciben, como a aquellos que lo aportan). Malas leyes tienen que llevar, necesariamente, a malos fallos judiciales, puesto que no pueden los jueces –al menos no deberían hacerlo– corregir lo legislado, siendo la función de los jueces la de la aplicación de la Ley y no la de establecer la Ley o corregirla. ¿Erradas las normas sobre el transfuguismo? Pues, si es así, víctimas son los diputados de las normas que ellos mismos establecieron; víctimas, de sus propias leyes, de sí mismos, y otro tanto podríamos decir en cuanto a penalizar de igual forma el dinero sucio (proveniente de delitos) que el dinero limpio, en el financiamiento electoral. Por lo demás todo esto no son sino ocurrencias y chapuces (algunos, tan malos que, en vez de mejorar, empeoran). La única forma de que cambie el Congreso es cambiar la forma en que se elige a los diputados que lo integran: que pueda inscribirse como candidato todo aquel que quiera hacerlo, sin necesidad de que le inscriba un partido, y que estos se elijan por distritos pequeños (158), en los que cada distrito elige un solo diputado, ganando la elección, sin fórmulas raras, quien obtiene: suprimido el listado nacional y todos los listados; mandato corto de dos años, la reelección, el premio, y la no reelección, el castigo. Si no cambia el Congreso, en sus manos el presupuesto y las leyes, no cambiará Guatemala, y el Congreso no cambiará (artículo 157) si no cambia la forma en que se elige a los diputados que lo integran. Sin ese cambio, llegue quien llegue, ocurrirá lo mismo.