Cuando leí el titular “El peor de los Presidentes”, título que dio a su columna el embajador Edgar Gutiérrez, canciller que fue de la República, hube
de pensar –necesariamente– en Daniel Ortega Saavedra, Presidente de Nicaragua –presente como las tenía y como tengo–las tendré por mucho tiempo– las imágenes de la familia calcinada y de todos los demás seres humanos que han sido asesinados con ocasión de las protestas habidas en su contra. Parecería ser que la vida, sin embargo, ¡qué terrible mal entre nosotros!, careciera de importancia y, así, para mi mayúscula sorpresa, me encontré con que el titular del artículo del embajador Gutiérrez no se refería al presidente Ortega, de Nicaragua, sino al nuestro. Aquel, sostenido en el poder, a sangre y fuego. ¿Qué importancia podría tener una vida si se compara con “los más altos fines” de alcanzar el poder o conservarlo?
Las diferencias entre el presidente Ortega y nuestro Presidente son notables, habiéndolas –incluso– con el expresidente Pérez Molina, quien, a diferencia de aquel, conservó –en todo momento– un irrestricto respeto por la vida y los derechos de quienes protestaban en su contra, desde que se iniciaron las protestas hasta su renuncia y entrega del poder. ¿El peor de los presidentes, nuestro Presidente, respetuoso como ha sido de la vida; respetuoso como ha sido, de fiscales y de jueces? ¿El peor, el nuestro, sometido como se ha sometido al riguroso imperio de la Ley, imperio sufrido en carne propia –en su hijo y en su hermano e incluso– con excesos? ¿El peor, respetuoso como ha sido de los antejuicios en su contra, antejuicios que fueron todos rechazados por la Corte Suprema de Justicia, salvo uno que sí llegó al Congreso, marcados todos de extrañas “coincidencias”, su regreso de la entrevista con el Presidente Macron, de Francia; su inmediato viaje para entrevistarse con el vicepresidente Pence, de los Estados Unidos de América, y –el colmo– en simultáneo, con la reunión que sostenía con el secretario general de la Organización de las Naciones Unidas? ¿El peor de los presidentes, el Presidente que ha acatado los fallos dictados por la Corte de Constitucionalidad –errados o no– con el más absoluto respeto? Podría ser que la referencia de nuestro embajador y excanciller –y así parecería serlo– no se tratase de la comparación de nuestro Presidente con los presidentes de otros países (un verdadero alivio, en verdad, incalificable, como sería que se hubiesen pasado por alto para una comparación de este tipo los crímenes de la represión habida en Nicaragua) el presidente Daniel Ortega, con creces, por valores absolutos, la vida de un ser humano es un valor absoluto –fin en sí misma cada una– sin lugar a dudas, el peor, de todos. A su lado ya, la dictadura somocista palidece. La comparación, menos mal, decíamos, se refiere a la de nuestro Presidente no con otros presidentes sino con nuestros presidentes anteriores ¿Será, así, que incluidos todos? La conclusión del embajador Gutiérrez –tal su juicio histórico, es que el presidente Jimmy Morales es el peor de los presidentes que hemos tenido– tajante juicio que, seguidamente, conduciría, según este, a la necesidad de su renuncia y a otros cantos de sirena. ¿Renunciar, para qué y para quién? ¿Para que el Congreso de la República “el mejor que hemos tenido” designe sustituto? ¿Tal la propuesta? (Primero que asuma el vice, elija el Congreso a quien sustituya al vice, y después que este vice sustituya al vice que asumió la Presidencia? ¿Corre y va de nuevo, la polaca? Los cantos de sirena nos persuaden de que este, nuestro Presidente, debe renunciar para que caigamos al vacío y se facilite, así, que cualquiera de los suspirantes –de los que siempre merodean–sin elecciones–se haga del poder. Sin salir aún de mi sorpresa del titular y del contenido de “El peor de los Presidentes”, leí la columna Nicaragua, de María Aguilar, habiéndome encontrado con que esta no condena los asesinatos perpetrados (pocos, aún por lo visto y cantidad aún insuficiente como para que puedan conmovernos), columnista que finaliza su análisis crítico con la afirmación de que todo gobierno, sueño o proyecto puede ser cooptado, palabra la de la cooptación, muy de moda y que significa, en síntesis, hacerse de Estado, cuando la verdad de las cosas es que nadie cooptó al presidente Ortega, sino que se cooptó a sí mismo desde siempre. ¿Si se irrespetó la vida para hacerse del poder, ¿por qué no habría de irrespetarse, ¡qué más da!, ¿cuál la diferencia?, para conservarlo y retenerlo? El embajador Gutiérrez califica muy severamente al presidente Morales, olvidando un pequeño detalle, y es que este ganó las elecciones y que –si ganó las elecciones– lo que muchos no hemos logrado y que algunos, queriéndolo, ni siquiera se han atrevido a intentarlo, por algo habrá sido, algo que obviamente nada tiene que ver con la emanación espontánea. Y –finalmente– la decisión soberana de los electores.
Las calificaciones llegan a rayar en el insulto personal y, así, dice de este, el excanciller, que nuestro Presidente es el mayor de los incapaces, tono útil e ignorante enciclopédico frase, por cierto, que es de Jorge Skinner Klée, dicha del expresidente Álvaro Arzú; excanciller, expresidente y cinco veces alcalde…
El payaso –así se refiere a nuestro Presidente– nuestro excanciller se quitó el maquillaje. “Ladrón de vueltos”, señala, a quien el Congreso –“el mejor de los Congresos que hemos tenido, loable el Congreso”–ya no podrá taparle mucho más… ¿La salida del Presidente, solución? ¿Su renuncia? ¿Corre y va de nuevo? Existe en la columna una imputación vergonzosa que prefiero ignorar, imputación que, de ser cierta, debería llevar a la pertinente denuncia penal y no a una imputación periodística, ni a imputaciones periodísticas a granel, citándose unas a otras, como fuente, imputación del género de la hecha, hace algunos años, al expresidente Clinton, de los Estados Unidos de América. Es importante restablecer el respeto y es importante comprender que en las elecciones generales tomó el pueblo de Guatemala su decisión, el mandato de cuatro años que puso en manos del presidente Morales y que concluye el 14 de enero de 2020, ni un día antes, ni uno después. Las próximas elecciones generales serán convocadas no más tarde del próximo 18 de enero (descontado lo correspondiente a Guadalupe-Reyes estamos a seis meses tan solo de que la convocatoria se produzca) y estas se celebrarán cualquier domingo de junio del año entrante, lo que quiere decir que estamos a un año de que hayamos elegido a un nuevo presidente o, al menos, a los dos finalistas que habrían de disputarla no antes de 45 ni más de 60 días después, de que la primera vuelta se hubiere celebrado. ¿Qué renuncie el Presiente? ¿Una vez más, la misma historia? ¿Y para qué? ¿Cuáles los pasos sucesivos? ¿Cuál, la diferencia? Del fracaso del golpe blando, pasamos –ahora– a la petición de renuncia, y de esta pasaremos (se admiten apuestas) a la ya escuchada cantaleta de que, en estas condiciones, no queremos elecciones. ¿Y qué se ha hecho para cambiar esas condiciones?
Cuatro años desperdiciados sin comprender que la clave de todo se encuentra en el Congreso y que, en tanto no se cambie la forma de elegir a los diputados que lo integran, nada cambiará entre nosotros, en manos del Congreso el presupuesto y las leyes, la aprobación, o no aprobación, de la ejecución presupuestaria; la fiscalización política del ejercicio del poder
–en otras palabras– la necesaria clave de que un cambio se produzca la reforma del artículo 157 de la Constitución Política de la República, el artículo que nos amarra al listado nacional de diputados, a los distritos electorales inmensos y a los consecuentes listados distritales, con su determinante corolario, el monopolio de los partidos políticos para la postulación de candidatos, así como a los cuatro años de mandato, casi eternos, en las actuales circunstancias. (Continuará)