Los Embajadores de Guatemala representan no solo al Presidente, sino a Guatemala y su Gobierno, tal y como no representan tan solo al Estado –sino también – y en forma personal, al PresidenteBien dicen que el papel todo lo aguanta, realidad de la que no escapan, lamentablemente, las columnas periodísticas y ni siquiera los libros, siendo sumamente peligrosas las corrientes de opinión que se propagan sustentadas en errores.
Algunos creen que porque algo se encuentra impreso ya tiene que ser cierto, y, así, como loros y con ínfulas de sabios, repiten los errores asentados, deificados por la tinta.
El craso error, en este caso, se dio en una columna periodística –editorial– que ya por segunda vez reitera que los Embajadores de Guatemala no representan al Estado sino al Presidente de la República, necedad que carece de sustentación alguna puesto que la ley establece que los Embajadores –también los Representantes Permanentes ante los Organismos Internacionales– representan a Guatemala y su gobierno y hasta donde tenemos entendido, Guatemala y su gobierno constituyen algo más que el Presidente.
Sin lugar a dudas que el Embajador representa al Presidente –Jefe que es del Estado– pero no solamente al Presidente sino a Guatemala misma –al propio Estado– al Gobierno de ese Estado, representación que ejercita ante los Estados y Organismos Internacionales en los que se encuentre acreditado, en el caso de estos últimos, en calidad de Representante Permanente. (Estos, los Representantes Permanentes –al igual que los Embajadores–, Jefes de Misión).
Matizar que el Embajador representa al Presidente de la República es, sin embargo, sumamente válido ya que algunos diplomáticos –pendejos o desleales– se creen que no lo representan sino que solamente al Estado (otro error igual de craso) lo que expresan –algo así– como para marcar distancias (“Aparte el Presidente, del eximio diplomático”) necedad tan grave esta, como la otra.
Los Embajadores representan al Presidente de la República pero no solamente al Presidente sino a Guatemala misma y su Gobierno –en síntesis– al Estado.
Algunos diplomáticos –de a dedo– piensan que puesto que el Presidente de la República les ha nombrado, tan solo a este se deben, existiendo también más de algunos, los más cretinos, que creyéndose surgidos de la emanación espontánea hablan mal del Presidente, del Gobierno y de Guatemala misma, olvidando quién les paga.
Sirva esta columna de infranqueable valladar para que la necedad del craso error de afirmar que los Embajadores no representan a Guatemala sino tan solo al Presidente –no llegue a convertirse en una corriente de opinión o a que– asentado ya el error en libro –se convierta después por los loritos en casi cita bíblica, con indicación «muy seria» – del número de la página del libro y de los pormenores de la edición que la respalda. Sirva también para dejar claro que no existe Embajador que no represente al Presidente, Jefe del Estado, y que hacen el ridículo aquellos que –creyéndose más allá del bien y del mal– creen no representarlo, Embajadores que se sienten surgidos de la “emanación espontánea”.
Los diplomáticos de carrera en Guatemala gozan de un escalafón, siendo precisamente la inscripción en el escalafón diplomático lo que da al funcionario la calidad de carrera, inscripción que salvo méritos extraordinarios debe hacerse por el rango de tercer secretario, siendo precisa toda una serie de requisitos para que la inscripción sea posible, desde el grado académico –a nivel, por lo menos, de licenciatura– hasta el dominio de al menos dos idiomas, además del castellano, uno de ellos casi a nivel de lengua madre, como idioma de trabajo y el otro, con la capacidad de leerlo, escribirlo y traducirlo. Cuando los estudios realizados reflejen un pensum que no incluye cuanto debe satisfacerse para el ingreso a la carrera, debe el interesado sufrir exámenes ante terna de examinadores designada por el propio Ministerio, exámenes en los que debe evidenciar sus conocimientos y eficiencia.
La forma de reclutamiento de los diplomáticos varía de país en país y, así, los hay que tienen academia diplomática, normalmente a nivel de postgrado, cuya culminación de estudios constituye el paso previo para poder acceder al escalafón respectivo.
Algunos manejan parte de la formación, incluso, a nivel de internado, básicamente para introducir a los postulantes en las buenas costumbres e, incluso, para evaluar su comportamiento en sociedad –tanto en círculos extensos– como cercanos.
Otros países como la República de China, Taiwán (tiene esta, por cierto, un excelente servicio diplomático), no tienen una escuela diplomática y sus miembros acceden a la carrera diplomática, originalmente, como simples meritorios, realizándose la evaluación ya en ejercicio del cargo menor que les sea asignado y con vista, precisamente, en el ejercicio que de este hayan realizado.
En la República de China, Taiwán, además de los tres poderes tradicionales de las forma republicanas (legislativo, ejecutivo y judicial) funcionan otros dos, el poder de control (control del ejercicio del poder) y lo que se denomina poder de empleo o nombramiento, poder que rige el ingreso al servicio público y que acompaña al funcionario en toda su carrera, hasta retiro, poder este que rige no solamente en el área diplomática sino en todas las áreas de la administración pública, la explicación de su eficiencia.
Una de las diplomacias más reconocidas en el mundo es la británica y, aunque parezca mentira, carece su servicio exterior de una escuela diplomática.
El servicio exterior debe ser de la más alta calidad profesional y humana e implica –necesariamente– una auténtica vocación de servicio y, más aún, cuando este se sirve en posiciones consulares.
Tiene la carrera mucho de gratificante pero, a la vez, mucho de tristeza.
Vivir fuera de la Patria, lejos de los seres más queridos no es –en absoluto– algo fácil, la mejor de las descripciones, quizá, en la letanía del desterrado de Miguel Ángel Asturias, privilegiado el “migrante” diplomático puesto que va al extranjero con trabajo, sueldo y consideraciones especiales pero, al final de cuentas, también migrante y, muchas veces, desterrado.
Miguel Ángel Asturias, nuestro Premio Nobel, después de terminar su carrera de abogado en Guatemala vivió varios años en París, paradójicamente, el lugar en el que se descubre a sí mismo y descubre a Guatemala – la llevaba dentro pero apenas lo sabía–, siendo en París donde la puede descubrir en sus entrañas. Años después, vivió también fuera como diplomático –privilegiado migrante– pero, también, como exilado político. “Y tú, desterrado…”
“Estar de paso, siempre de paso…”
El extrañamiento, ingrato crimen del que aún, en pleno siglo veintiuno, no logramos liberarnos, el expresidente Jorge Serrano, lacerante ejemplo.
Pero, volviendo al tema central de este artículo, no olvide nunca el diplomático que representa al Estado y no solo al Presidente como, tampoco, que –nada más y nada menos que enviado personal suyo que es– representa al Presidente.
Nadie más preciso sobre el tema que el Embajador de los Estados Unidos de América entre nosotros, el Embajador Luis Arreaga, a quien cito textualmente: “ Yo jamás voy a criticar o contradecir a mi Presidente. Él fue quien me nombró para venir a este país”, diplomático de carrera, plenamente consciente de sus dos dimensiones, dimensiones que finalizan siendo una, Representante los Estados Unidos de América y Representante del Presidente de los Estados Unidos de América, SU PRESIDENTE.