El artículo 204 de la Constitución Política de la República establece que los tribunales en toda resolución o sentenciaobservarán obligadamente el principio de que la Constitución de la República prevalece sobre cualquier ley o tratado. Tal es la enunciación exacta del mandato constitucional, y es tan clara que no precisa de interpretación alguna. Prevalece sobre todo y –en consecuencia– por encima de la Constitución, nada. La norma establece, en efecto, sin más, que la Constitución prevalece sobre cualquier ley o tratado, y no hace distinción alguna en cuanto a tipo de leyes y tratados, por lo que prevalece sobre todas las leyes y sobre todos los tratados, sean de la naturaleza que sean, y así prevalece la Constitución sobre las leyes.
Incluso sobre aquellas de carácter constitucional (Ley de Orden Público, Ley de Emisión del Pensamiento, Ley Electoral y de Partidos Políticos, Ley de Amparo, Exhibición Personal y de Constitucionalidad) y –de igual forma– también prevalece sobre todos los tratados, sean de la naturaleza que sea, lo que incluye a los tratados internacionales en materia de derechos humanos. El principio de preeminencia de la Constitución sobre cualquier ley o tratado debe observarse obligadamente –siempre– tal y como lo manda el citado artículo 204, y no cuando le apetezca al tribunal, extendiéndose el mandato a todos los tribunales, sin excepción alguna.
En los Estados Unidos de América sería inconcebible para cualquier ciudadano estadounidense que alguien se permitiera, incluso, insinuar que pudiera existir alguna norma internacional sobre su Constitución, pero, entre nosotros, malinchistas elevados a la máxima potencia –malinchistas entre los malinchistas– existen quienes afirman que los tratados sobre derechos humanos –menos mal que ratificados por Guatemala– prevalecen sobre la Constitución, el pacto de paz social entre nosotros. Este malinchismo –mal inveterado de nuestra historia– se sustenta en el artículo 46 de nuestra propia Constitución, artículo que da preeminencia a este tipo de tratados sobre nuestro derecho interno.
Pese a su aparente contradicción, estos dos artículos, el 204 y el 36, son plenamente compatibles entre sí (ninguno de los dos podría ser “inconstitucional”, puesto que tienen la misma jerarquía) y son compatibles entre sí porque se refieren a cosas distintas, regulando, el 204, la jerarquía de la Constitución con respecto a todas las normas (leyes y tratados, sean de la naturaleza que sean) en tanto que el 46 regula la jerarquía de los tratados en materia de derechos humanos –ratificados por Guatemala– con respecto a todas las normas, salvo la Constitución, puesto que la jerarquía constitucional se establece por el otro artículo, el 204.
La supremacía, la prevalencia, la mayor jerarquía de la Constitución, es muy fácil de comprender, además, si tomamos en cuenta que solamente existen dos formas de reformar la Constitución –cuerpo legal que, dicho sea de paso– reitero, constituye el pacto de paz social entre nosotros- siendo estas dos únicas formas, la primera, a través de una Asamblea Nacional Constituyente y, la segunda, con el voto favorable de las dos terceras partes del total de diputados que integran el Congreso y la posterior ratificación de lo aprobado por el propio pueblo, en consulta popular.
La ratificación de un tratado internacional en materia de derechos humanos no constituye forma de reformar la Constitución, y, si no puede reformarla, mal podría introducir normas superiores a esta, normas que pudieran contradecirla o tergiversarla. El malinchismo es un mal que priva entre nosotros, y, así, se ven los tratados internacionales como algo superior y mágico cuando –la verdad, buenos o malos– carecerían de vigencia alguna en Guatemala si nosotros no les diéramos entrada a nuestro sistema jurídico a través de la ratificación que hacemos de estos, ratificación que se hace por el Congreso de la República con mayoría simple de votos y sanción del Presidente sin necesidad alguna de consulta popular.
Los tratados internacionales, sean de la materia que sean, ingresan a nuestro derecho interno a través de su ratificación, y pueden ser expulsados, sin más, tal y como entran, a través de su denuncia; denuncia que, en algunos casos, requiere del transcurso de un período de tiempo para hacerse efectiva. ¿Normas de tan fácil acceso y de tan fácil expulsión –mayoría simple del total de diputados– por encima de la Constitución? ¡Por favor!
Por ser superior la Constitución a las leyes constitucionales citadas, Ley de Orden Público y las otras, es que pueden estas reformarse por un procedimiento más sencillo que los prescritos para reformar la Constitución, dos terceras partes del total de diputados y dictamen previo favorable de la Corte de Constitucionalidad, pero sin que sea necesario que se las ratifique en Consulta Popular. Siendo tan fácil, reitero, la ratificación y la denuncia de los tratados internacionales en cualquier materia, incluida la de derechos humanos: mayoría simple en el Congreso y sanción del Presidente, salta a la vista para cualquiera, sin mayores conocimientos de derecho, que no podrían ser superiores a la Constitución.
Las inconstitucionales y absurdas afirmaciones hechas por un personero de la CICIG en cuanto que el acuerdo que la establece podría estar por encima de la Constitución –tratado internacional en materia de derechos humanos– pese a que no es excusa la ignorancia de la Ley puedo comprenderla en funcionarios que –finalmente– saben lo suyo, lo penal –y es este, además, el ámbito de sus funciones– desconocedores de lo constitucional y, específicamente, de la Constitución Política de la República, cabeza que es de las leyes a que –por mandato del propio acuerdo– están sujetos.
Curiosamente, entre nosotros, los que citan el artículo 46 y –malinchistas– se aferran a un significado que no tiene, jamás citan el 204 y es más –lo ocultan– en tanto que los constitucionalistas nos referimos a ambos, sin temor –con las cartas abiertas– plenamente compatibles las dos normas entre sí. Ya va siendo hora de que nos despojemos del malinchismo que nos ciega y aprendamos a caminar, con quienes quieran ayudarnos –aprendiendo de estos pero, también, enseñándoles– nuestro propio camino.