sábado , 23 noviembre 2024
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Nemo dat quod non habet

Graves daños y perjuicios nos ocasionó la detentación de lo nuestro.

Si tuviéramos que reducir todo a su mínima expresión –a veces es importante hacerlo para llegar a la esencia de las cosas– podría afirmar –y afirmo– que la sentencia latina Nemo dat quod non habet (Nadie da lo que no tiene) sintetiza lo que en juicio podría constituir uno de los fundamentos torales del reclamo legal –territorial, insular y marítimo– de Guatemala en contra de Belice, así como del indemnizatorio que, distinto a este
–otros en este las partes– que salvo un medio mejor, habrá de formularse. Belice –el Estado– no pudo haber recibido como título territorial, insular y marítimo más que la detentación habida por su antecesor puesto que nadie da –nadie puede dar– lo que no tiene y quien le dio la independencia no tenía, en efecto, ningún otro “título” que la detentación (la detentación, es bueno saberlo, no constituye ningún título y, en consecuencia, nada más que esta lo que podía transmitir y transmitió). Nadie da, lo que no tiene (Nadie puede dar, lo que no tiene) NEMO DAT QUOD NON HABET, tal es, en síntesis, reitero, uno de los puntos torales que podría en juicio fundamentar nuestro reclamo y que sean cuales sean los errores que hayamos cometido no podrían cambiar la realidad acontecida. Quien transmitió no tenía sino detentación (la detentación territorial, insular y marítima) y –en consecuencia– no otra cosa que tal detentación, lo que podía transmitir y transmitió. Título legítimo tuvo el Estado que heredó a Belice para que ciudadanos suyos pudieran hacer corte de madera –sin fortificación alguna– en los lugares en que el Reino de España les concediera hacerlo (Existen dos tratados al respecto 1773 y 1786) y tal título que era legítimo para que tal pudieran hacer sus ciudadanos constituye la mejor prueba de que siquiera sobre esta parte tuvo aquel –jamás– soberanía. El sur de la concesión que se otorgara (sumamente limitativa en los dos tratados) ni siquiera tuvo título semejante tratándose de una mera usurpación, sin título alguno. Tan carecía de título el Estado transmisor que pudiera conllevar soberanía que acudió al Reino de España en 1838 –después de nuestra independencia– para que este se lo diera, pretensión a la que el Reino de España no accedió y que prueba plenamente la falta de título de aquel ¿Por qué, si lo hubiera tenido, habría acudido a conseguirlo? Ante el fallido intento de lograr el título de España, vino a buscarse ese título legítimo de nosotros –la recién constituida República de Guatemala– lo que se hizo a través del Tratado de 1859, tratado que contenía siete cláusulas, las primeras seis circunscritas al reconocimiento de límites –lo literal pero que conllevaba cesión de nuestra parte– tal lo verdadero y una séptima DO UT DES ( Doy para que des, doy porque me das) la contraprestación –esa séptima– de nuestro reconocimiento –cesión– contenido en la seis primeras, contraprestación jamás cumplida en lo que a nuestra contraparte correspondía). El Reino de España, a la luz del Derecho Internacional, el del título soberano –el del título legítimo– reconoció nuestra independencia 1863 y, con esta, transmitió a la República de Guatemala, el título legítimo –territorial, insular y marítimo– del que había gozado y que gozaba: nos transmitió, lo que podía transmitir, el título legítimo que tenía. Si la detentación sin título legítimos fuese lo único a considerar (detentación que sería incapaz de dar título alguno al nuevo Estado –Belice– inexistente en quien se lo quiso transmitir) si tal detentación, decíamos, si tal falta de título, fuese lo único que habría de determinar –en estricto Derecho– el resultado del juicio a promover no precisaría el tema de explicación alguna. Sin embargo, no es esto lo único a considerar –la detentación– la carencia de un título legítimo –sino la situación fáctica que vino a darse con el surgimiento de un pueblo distinto al del Estado que detentó y distinto al nuestro– sea en toda el área en cuestión –o en parte suya– pueblo que llegó a adquirir caracteres tan propios que le hacen tener el derecho de determinarse por sí mismo. Este, el anteriormente enunciado, derecho de autodeterminación, lo único válido que podrá enfrentársenos en juicio y que habrá de enfrentarse a la realidad jurídica de la detentación, imposible la transmisión de un título distinto a la detentación citada (esta no es un título) jamás habido por quien transmitió y, en consecuencia, por quien vino a heredarle. El derecho de autodeterminación contratado al derecho que nos corresponde a nuestra integridad territorial, jamás en detrimento suyo. La población de Belice tiene una composición heterogénea, composición que incluye población originaria, población q´eqchí propia de las Verapaces usurpadas; población afro americana mucha llevada a este como esclava; población hindú (india) y minoritarias, británica, española y de múltiples otras procedencias, población que –por sí misma– vino a darse el derecho que le corresponde y que nosotros –como Estado– así reconocimos. (El sur –área q´eqchí– nunca tuvo la posibilidad de pronunciarse). Graves daños y perjuicios nos ocasionó la detentación de lo nuestro y el incumplimiento de lo convenido con el Estado antecesor –daños y perjuicios que se nos causaron antes de que se diera la independencia de Belice y que se nos siguen causando, imputables todos a quien detentó y dispuso, como suyo, lo que nunca tuvo (pudo haber llegado a él, pero incumplió lo convenido) un título legítimo. No es mi intención la de levantar dedo acusador alguno y no se trata este tema de acusaciones y recriminaciones, de vivezas de ratón, aunque sean de alta diplomacia, ni de errores, sino de estricto Derecho y –sobre todo– de estrictos principios generales del Derecho, realizadores uno y otros de justicia que ese –y no otro– la realización de la justicia, el fin del Derecho. En lo indemnizatorio –distinto al reclamo territorial insular y marítimo– sean la imaginación y la buena voluntad, a la altura de los tiempos, los que –sin necesidad de un juicio– hagan justicia.

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