Mucho antes de que existieran los micrófonos, la televisión o los podcast, la voz del ser humano ya encendía pasiones en el auditorio.
Nunca sabremos qué dijo Alejandro Magno para frenar el motín de sus tropas en Opis, hacia el 324 a. e. c., pero algo en sus palabras debió conmover los corazones de aquel ejército cansado y resentido para frenar su sed de sangre.
Tampoco conocemos las palabras de Hernán Cortés cuando decidió quemar las naves –en realidad, las hundió– para adentrarse con un minúsculo ejército de 400 hombres en los vastos dominios del Imperio azteca.
De nuevo, aquella arenga debió convencer a los soldados de cometer una locura sin remedio: cortar toda vía de escape para entrar en el reino de lo desconocido.
Quizás nos sorprenda constatar que la mayor parte de los discursos pronunciados en la historia de la humanidad se han perdido para siempre.
Como las naves en México, las voces del pasado ya no existen. Pero, precisamente por que la mayor parte de discursos de la historia han desaparecido, la gran literatura ha podido especular con ellos.
El maestro indiscutible en este campo fue William Shakespeare, autor de alguno de los discursos más famosos jamás pronunciados.
Imaginamos, por ejemplo, a Marco Antonio pronunciando una oración ante el cuerpo ensangrentado de Julio César, una clase magistral de ironía y de cómo la retórica puede utilizarse para decir una cosa, pero insinuar otra muy distinta sin nombrarla.
A pesar de la aparente solemnidad del discurso, Marco Antonio sugiere que ni las intenciones de Bruto eran tan honorables, ni César era tan ambicioso, y alguien debía tomar el relevo.
Para levantar la moral de las tropas.
Otros discursos, como el de Enrique V en la batalla de Azincourt, han pasado a la historia por la fuerza inspiradora de sus imágenes.
Shakespeare imagina al ejército inglés súbitamente acorralado por los franceses en su huida hacia el Canal de La Mancha.
En un inspirado discurso, el rey Enrique consigue levantar la moral de la tropa bautizando a todos los hombres dispuestos a morir en la batalla como “hermanos de sangre”, llevándolos con la imaginación al día en que, ya de vuelta en Inglaterra, puedan contar sus hazañas a hijos y nietos, enseñando con orgullo sus heridas.
Continuará…