Una bata blanca, improvisadas paletas y decenas de pinceles forman el repertorio que nos espera en el taller de Víctor Manuel Aragón. En el resto de su residencia, las paredes acumulan reconocimientos, pinturas y reproducciones de algunos de sus trabajos emblemáticos, como el mural del Salón del Pueblo, del Palacio Legislativo, pero en su espacio de creación lo que sobresale es el lienzo de unas bañistas. “Solo le falta el fondo”, dice con una sonrisa traviesa el pintor de 89 años. Su gesto lo delata, su pasión por la plástica está tan fresca como esa obra, fresca como cuando era el chico que dibujaba sobre las banquetas.
Primer contacto
Originario de Santa Lucía Milpas Altas, el primer recuerdo que Víctor Manuel Aragón tiene del arte es cuando, con cuatro años, observaba cómo “el señor” elaboraba retratos de los transeúntes en el parque de Antigua Guatemala. Ese hombre, a quien siempre contempló de lejos, era su padre y de él, el pintor y grabador cree haber heredado algo.
Tiempo más tarde, cuando junto a su madre se mudó a la capital, le dio por utilizar las banquetas para retratar a carboncillo las escenas de las películas; hasta que uno de sus primos lo inscribió en la Academia de Bellas Artes. “De joven lo que uno quiere es aprender a dibujar y no está pensando en ser artista. Eso viene después, al encontrar el estilo, y cuando la gente comienza a reconocerlo como tal”, dice el autor.
La firma vino después
Sin duda ya había aprendido a dibujar cuando, a principios de la década de los 50, inspirado en las obras de los muralistas mexicanos, el diputado Julio Estrada de la Hoz pensó que al Palacio Legislativo le hacía falta una pieza que plasmara los ideales que inspiraron la Revolución de Octubre del 1944. Aunque muchos artistas se ofrecieron, el entonces presidente del Congreso de la República decidió que quería gente joven, de la academia. Así, la tarea fue encomendada a tres alumnos destacados: Aragón, Juan de Dios González y Miguel Ceballos Milián.
Con estilos y colores completamente diferentes, los tres artistas decidieron en que no querían plasmar obras individuales, sino una que se relacionara. Un año les tomó armar la propuesta del mural; otro más, hacerlo; y casi 20, aceptar su autoría. “Cuando estábamos por terminarlo, Carlos Castillo Armas ya estaba cerca, y firmarlo nos hubiera comprometido políticamente. Tuvimos que repartirnos los proyectos para romperlos o desaparecerlos”, recuerda. Décadas después, cuando comandó la restauración de la pieza, aprovechó para plasmar las tres rúbricas. También, confiesa, guardó sus bocetos por un tiempo y más tarde los vendió.
El arte de Aragón estuvo presente además por 36 años en la División de Cartografía del Instituto Geográfico Nacional y participó en la tarea de realizar los primeros mapas técnicos y no turísticos del territorio. Gracias a ese trabajo, lo recomendaron para diseñar el actual escudo de Guatemala. “Todos usaban el azul que les daba la gana. Así que me mandaron un catálogo de colores y yo salía a mirar el cielo a todas horas para ver cuál le quedaba mejor a la bandera. Tuve que observar las ramas de laurel e ir al Museo de Armas en la Antigua, para distinguir las que los historiadores habían puesto originalmente”, indica.
Aunque la pintura ha ocupado la mayor parte de su tiempo y de su corazón, Aragón también tuvo sus coqueteos con el grabado. Entre 1953 y 1954 participó en el taller impartido por el mexicano Arturo García Bustos: “Fue un artista de calidad y un magnífico maestro. Sus temas sociales definitivamente influyeron en nosotros”. De esa época, las mejores pruebas las atesora el Museo de la Universidad de San Carlos en una colección.