La reina de las aves, capaz de elevarse por encima de las nubes y mirar fijamente al sol, estuvo asociada en la Antigüedad al omnipotente Júpiter, dios del cielo y de la atmósfera, protector de la humanidad y conocedor del futuro. Junto al rayo, su atributo por excelencia es el águila (flamiger ales: “ave que lleva fuego”). Diversos autores clásicos aluden a que Júpiter, en el momento de emprender la guerra contra los titanes, vio volar un águila hacia él, en un presagio favorable. Victorioso, puso bajo su custodia a esta ave de buen agüero. Virgilio llama al águila de Júpiter Iovis armiger, “portadora de su arma”, es decir, su rayo (Eneida V, 255). Horacio es más explícito todavía, y la designa como ministrum flaminis alitem, el alado encargado del rayo (Odas, lib. IV, v. 1).
Los monarcas pamploneses, al igual que sus coetáneos, venían utilizando unos signos de suscripción documental.
Por su capacidad de contemplar al sol y su aproximación a aquel astro, gozó de fama de animal solar por excelencia. Además, es símbolo del imperio, la virilidad, el rejuvenecimiento, la virtud, la esperanza, por ser ave de augurio positivo; de la generosidad, por dejar abandonada parte de su presa para otros animales; de la vista en la representación alegórica de los cinco sentidos; de la victoria del bien sobre el mal (lucha contra la serpiente) y de la salud sobre la enfermedad. También se le relaciona con la prontitud y elevación de su pensamiento pues, según Aristóteles, “vuela en las alturas el aire para tener una visión más amplia, única entre las aves se la tiene por semejante a los dioses”, con la victoria del bien sobre el mal (lucha contra la serpiente) y de la salud sobre la enfermedad. En numerosas religiones simboliza a la divinidad, por su poder. San Dionisio Areopagita dice que encarna a la realeza por su agilidad, prontitud, vuelo hacia lo alto e ingenio para descubrir los mejores alimentos, así como por su mirada dirigida directamente a los rayos del sol, sin que le causen daño alguno.
En el siglo XII, antes de que triunfara el sistema heráldico, los monarcas pamploneses, al igual que sus coetáneos, venían utilizando unos signos de suscripción documental, en aras a verificar su autenticidad. Se trataba de signos personales que, en ningún caso, representaban al reino.