Desde el alba de ayer hasta el ocaso de hoy, Día de Todos los Santos y Difuntos, respectivamente, los habitantes de San Antonio Palopó, Sololá, a la orilla del lago de Atitlán, visitan el cementerio local para colocar velas y ofrendas en las tumbas de sus seres queridos.
Es una de las múltiples celebraciones en honor a los que ya no están y una de las más coloridas: el manto de agua, los volcanes Tolimán y Atitlán detrás, el cementerio que termina donde comienza el lago, todo coloreado por la luz de las velas y la tradición de la población y turistas.
Como en otras localidades de esta nación, la población de Santa Catarina Palopó, en su mayoría indígenas kaqchikeles, mantienen la tradición de entregar ofrendas en el cementerio, donde limpian las tumbas, colocan flores y hojas de pino en el suelo.
Los ancianos y abuelos de la comunidad llegan con inciensos que balancean mientras rezan para pedir por las almas de seres queridos e inundan con el humo purificador las tumbas que antes fueron pintadas de azul, amarillo y morado, entre otros.
También hay músicos, en especial mariachis, quienes cantan las melodías favoritas de los seres queridos que ya partieron.
María, una mujer de 50 años, mercader en San Antonio Palopó, visita la tumba de su hermano todos los años. Pinta la cruz de madera sembrada en el suelo y coloca pétalos de “flor de muerto” alrededor, pues “uno nunca se debe olvidar de los que quiso en vida; hay que venir a darle su ofrenda y rezar a Dios por él”, comentó.
Las familias ríen y platican durante horas mientras la escena cambia en el atardecer, aunque recuerdan con tristeza a los difuntos.
El día se trata de celebrar, así que muchos beben cerveza o aguardiente para pasar la tarde dejando caer pequeños chorros de aguardiente en la tierra si el fallecido tenía predilección por ese tipo de alcohol.
Al caer el atardecer, las velas colocadas en los nichos intensifican los colores de las tumbas mientras oscurece. Es la hora más concurrida del día, justo cuando los rayos del sol pintan el lago de chispas naranjas.
Las tradiciones del pueblo se terminan el 2 de noviembre, Día de Difuntos, cuando vuelven a visitar el cementerio y almuerzan o cenan sobre el pino colocado en las tumbas.
En nuestro país, las familias mantienen viva otra serie de tradiciones, como almorzar fiambre, un platillo que hace unas semanas el Ministerio de Cultura y Deportes designó como Patrimonio Cultural Intangible de la Nación.
El histórico alimento cuenta con una variedad de recetas y tipos, siendo los más conocidos el blanco y el rojo. En el primero se destacan los jugos fermentados de las verduras, las cuales son preparadas con varios días de antelación y posteriormente se mezclan con el resto de ingredientes.
Pero el morado o rojo tiene como base el curtido de remolacha, mezclado con tiras de pacaya y cebolla. Después se revuelve con los embutidos, carnes y quesos, y prevalece ese color rojo tan característico. Este es originario de la región central, la capital y el área kaqchikel.
Los coloridos barriletes gigantes (cometas), con sus más de 10 metros de diámetro, que navegan por los aires principalmente en el cementerio de Sumpango, Sacatepéquez, simbolizan las almas de los seres queridos que suben al cielo.
Levantarlos del suelo es una difícil tarea, ante la expectante mirada de curiosos que han popularizado esta actividad como una de las más turísticas en el país.
Ya sea en carreras de caballo, en el noroccidente del país, con el platillo de estación o con los caminos de las velas, como en San Antonio Palopó, la vida trae a los difuntos unas horas, para coincidir en un país que refrenda sus orígenes y tributa a los que ya no están.