Alfombras de flores, pino, corozo y aserrín cubren calles para asentar el paso de las andas que llevan al Nazareno camino a la cruz o al sepultado camino al Santo Entierro. Y así ha acontecido año tras año, desde que en la ciudad de Santiago de los Caballeros de Guatemala, a mediados del siglo XVI, los dominicos comenzaron a procesionar al Cristo Morto sobre el empedrado camino.
El barroco supo sacar de las vetas de madera preciosa las imágenes que ahora son veneradas, bendecidas y consagradas para el pueblo católico creyente, que las admira y las lleva en hombros para bendecir las calles y casas por donde pasan.
La Iglesia ha dejado la conservación de esta tradición en las manos de hermandades y cofradías, que aglutinan a hombres y mujeres alrededor de la devoción de imágenes de nazarenos, santos muertos y vírgenes, talladas a partir de mediados del siglo XVII.
Las tradiciones, aunque guardan su esencia, van cambiando de acuerdo con los pueblos que las siguen: más allá de la fe y la religión, la economía, la política y la comunicación van añadiendo cosas, detalles, novedades, y dejando en el olvido otro tanto.
Por ejemplo, a finales del siglo XIX se prohibió que los penitentes cargadores llevaran la cara tapada, y de esa cuenta ahora los cucuruchos ya solo llevan capirote, casco o tapasol, dejando el rostro a la vista.
Detrás de la procesión caminaban algunos vendedores, para saciar la sed o mitigar el hambre de los piadosos que asistían a ver pasar el cortejo. Ahora los vendedores anuncian, desde cuadras anteriores, la llegada del cortejo. Muchas cosas cambian.
Mucha tradición, pero el verano se lleva a muchos a las playas, ríos y lagos, y la Semana Mayor se vuelve descanso, diversión, esparcimiento y ocio. Los conciertos de música popular a la orilla de playas y los de marchas, en la iglesias, suenan durante los mismos días. Y cansados de cargar andas o bronceados al volver de las playas, después de la Resurreción, todos regresan al cotidiano vivir reconfortados en cuerpo y alma.