Romelu Lukaku quería descolgar el teléfono, marcar el número de su abuelo materno y hacerle conocedor de la realidad de su familia. No le llamó porque falleció 5 días después de trasladarle un último pedido, a 6 mil kilómetros de distancia. Son los que separan Congo, país de origen de sus padres, y Bélgica, el lugar donde el atacante del Manchester United nació.
“Quiero que cuides de mi hija por mí”, le rogó. Lukaku no entendió en ese momento por qué, a diferencia de otras veces, su abuelo no había querido profundizar en sus progresos en el futbol y por qué había pasado casi de largo por los 76 goles que aquel niño de 12 años había anotado en 34 partidos para hacer a su equipo campeón de Liga. Lo comprendió al saber de su pérdida, poco después de descubrir a su madre mezclando agua y leche para que el pequeño Rom tuviera algo que llevarse a la boca.
Fue entonces cuando, mientras se calzaba los botines de su padre, se propuso ser profesional. Era la forma de cumplir la promesa que le hizo a su abuelo, y de salvar a su familia de su triste situación.
El 13 de mayo de 2009, a sus 16 años, firmó su primer contrato con el Anderlecht. Once días después, fue citado para el partido por el título contra el Standar de Lieja.
Lukaku culminó así su lucha contra el tiempo, pero también contra la pobreza (“todavía recuerdo las ratas corriendo por mi apartamento”, asegura), la marginación y el racismo. Porque con 11 años, jugando con el equipo juvenil del Lièrse, el padre de uno de los niños rivales trató de evitar que entrase en la cancha.
“Empezó a preguntar: ¿qué edad tiene este chico? ¿Dónde está su carné de identidad? ¿De dónde es?”, contó Romelu Lukaku en The Players’ Tribune. Como internacional con Bélgica sintió igualmente esa discriminación. “Cuando las cosas iban bien, los periódicos hablaban de mí como Romelu Lukaku, el delantero belga. Cuando las cosas iban mal, era el delantero belga de origen congoleño”, dijo.