domingo , 24 noviembre 2024
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¿Cómo se lee un retablo? Parte I

Por: Ricardo Fernández Gracia, Director de la Cátedra de Patrimonio y Arte Navarro

En tiempos pasados, con gran escasez de imágenes, la observación de cuantas mostraban los retablos de iglesias rurales y de grandes poblaciones, fue una oportunidad para contemplar para las miradas, más o menos curiosas, a la vez que constituyeron un medio eficaz para la catequización en tiempos en que los índices de analfabetos rozaban altísimos porcentajes. Los mensajes que transmiten sus relieves y sus pinturas suelen ser claros, especialmente si se saben leer correctamente. La relación con la palabra emanada de los predicadores con todo aquel repertorio icónico generó una auténtica alianza entre  el pincel y las gubias con la palabra.

Nada más cotidiano en tiempos pasados que la observación de los retablos de las iglesias para  un público que podía hacer de su contemplación algo terapéutico o que les inspiraba temor, siempre inducidos por la palabra del predicador hacia la empatía. Al respecto, hay que recordar que la cultura  en siglos pasados se define por su carácter masivo y dirigido. Buena parte de los medios se encaminaban a todos los grupos sociales y con ellos se trataba de controlar su ideología, a través de la exaltación de valores espirituales y de las monarquías, junto al orden social y religioso que defendían las mismas.

En una sociedad, mayoritariamente iletrada, los medios de difusión de la cultura se realizaban mediante fórmulas ligadas a la oratoria y a las imágenes. Las pinturas, esculturas y relieves de los retablos, fueron extraordinariamente eficaces en tiempos de escasez de imágenes, cuando el tiempo para su contemplación era abundante, por lo que quien las miraba podía extraer distintas sensaciones y valoraciones.

Origen y desarrollo del retablo

El retablo (del latín retro-tabulum: tabla que se sitúa detrás) remonta su origen a la costumbre litúrgica de colocar reliquias de los santos sobre los altares. Cuando estas no abundaban o simplemente se agotaron, hubo que contentarse con colocar imágenes en forma de dípticos y trípticos, frecuentemente de marfil. Posteriormente, al encontrarse el ara del altar repleta de los vasos sagrados, candelabros y demás objetos para la celebración de la misa, la figura del santo, de Cristo o de la Virgen se pintó sobre una tabla que se situó delante del altar (frontal o antependium) hasta que, cuando el sacerdote se colocó para celebrar de espaldas al pueblo, no dejando ver el frontal, la imagen se comenzó a ubicar detrás y por encima del altar, con el fin de hacerla plenamente visible. De esta manera surgieron y se desarrollaron los retablos, de modo especial en plena Baja Edad Media.

El retablo evolucionó hasta convertirse, a finales del Medioevo, en una gigantesca máquina de alabastro, piedra, mármol o madera que albergaba ciclos pintados de la vida de Cristo, de la Virgen y de los santos, llegando a ocupar toda la cabecera de la iglesia. En aquellos momentos el pingüe género del retablo estaba por lo general, en manos de los pintores que se encargaban de sus mazonerías o las subarrendaban.

Esta costumbre continuó durante el siglo XVI, durante el Renacimiento, aunque los retablos escultóricos compitieron con los pictóricos, y por tanto, los pintores dejaron de ser los protagonistas principales en la contratación de aquellas piezas de exorno litúrgico. Los retablos del momento tipificados por el profesor Martín González se multiplicaron y adoptaron variadas tipologías como escenarios, rosarios, expositores, sepulcros, trípticos o polípticos.

Pero, sin duda, fue en el Barroco, durante los siglos XVII y XVIII, cuando el retablo alcanzó el mayor grado de plenitud y desarrollo. La vibración de sus formas, lo tupido de su decoración y la multiplicidad de sus imágenes confería a los templos españoles de la época, casi siempre de muros rígidos, inertes y cortados en ángulos rectos, una sensación de movilidad y expansión del espacio del que estructuralmente carecían. Los retablos provocaban de ese modo un ilusionismo muy característico del Barroco, en el que la dicotomía entre fondo y figura, entre superficie y realidad, quedaba solo engañosamente resuelta.

Escenografías áureas para las imágenes

Por lo general, contando con unas circunstancias económicas propicias, los retablos se construyeron para adornar adecuadamente el templo,  rendir culto a Dios y aumentar y promover  la devoción y la catequesis, en momentos de controversia sobre el papel de las imágenes y de lo que representaban. Templos antiguos y levantados de nueva fábrica vieron cómo se agregaban a sus cabeceras notables retablos de grandes dimensiones desde el siglo XVI. En el caso de las viejas construcciones, los retablos medievales se juzgaban como pequeños en sus dimensiones, ya que no se adecuaban a las proporciones que por entonces estaban de moda. Además, los amplios programas iconográficos resultaban demasiado complejos para la nueva costumbre impuesta en el siglo XVII, tendente a la unificación y simplificación en torno a un solo cuerpo.

La finalidad primordial de un retablo fue adornar y contribuir a la perfección, lucimiento y hermosura del templo, puesto que era el mueble que cumplía mejor ese cometido. Su misión fue la de servir para adorar a Dios, así como procurar poner en contacto al fiel con el mundo celestial, a través de la veneración de las sagradas imágenes. Tapié afirma que “los retablos respondían a una religión de ostentación que quería dar a sus ritos la mayor solemnidad y brillo posibles, y que se complacía en erigir un arco triunfal encima de cada altar”.

Orozco Díaz señaló  que el templo “se concibe con sentido paralelo a la escena por cumplir, a lo divino, la función social que en lo mundano realiza el retablo”, haciendo patente la correspondencia entre los artificios retóricos de la oratoria y sus formas grandilocuentes que procuraban concentrar la atención del creyente y estimular los sentidos, trasladándolos de lo material a lo espiritual. Rodríguez G. de Ceballos afirma que el retablo mayor de la iglesia servía maravillosamente para la función de aprender, contemplando sus iconografías, mientras se escuchaba el sermón, puesto que el predicador casi podía ir señalando con el dedo desde el púlpito las escenas de pintura o relieve para apoyar sus palabras, “a la manera del coplero ciego señalaba con una varita en la calle los dibujos desplegados ante los espectadores que escuchaban embobados su relato”. El retablo, por tanto, no fue un objeto más en el templo destinando únicamente a infundir mayor veneración, sino que tuvo su proyección y vida en el interior del espacio sagrado.

Continuara…

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