Por: Jessica Masaya Portocarrero
Hay un restaurante y bar que se llama así y, por supuesto, me dieron ganas de ir a conocerlo. Está en un sector de la zona 14 muy tranquilo y exclusivo. En realidad es una de esas amplias casas típicas de ese barrio adaptada para recibir muchos visitantes.
El ambiente es tranquilo y la música, discreta. Los parroquianos son personas no tan jóvenes y se me hace que muchos viven en el sector. Me gusta el lugar, pero me parece que el nombre no fue bien escogido. Ningún rincón o ambiente me recordó a la casa de ningún escritor que yo conozca; y he ido a muchas.
Hace unos días estuve en la de Francisco Alejandro Méndez, quien recibirá el Premio Nacional de Literatura Miguel Ángel Asturias el 19 de octubre. No es la misma casa que conocí hace unos 12 años, ahora vive en medio de un bosque y rodeado de perros, lejos de la ciudad.
Como la mayoría de las casas de escritores, parece un hábitat que ha crecido alrededor de un modo de vida peculiar, trasnochado y sin horarios en los que la creación es el centro. Los libros desbordan los estantes y el arte cubre paredes, mesas y hasta pisos.
Allí estaba esperándonos solitario Paquito, en una mañana fría y nublada, un hombre robusto lleno de historias, carcajadas y también putazos. Un personaje feliz que, a pesar de ser una eminencia, tiene una sencillez que desarma. Su sentido del humor es legendario.
Ahora la atención está en él, gracias al merecido premio que recibirá, pero él siempre ha estado allí, al pie del cañón, o del teclado. Ante la cámara explica que lo suyo viene de familia, especialmente de su abuelo, el reconocido cuentista que se llama igual que él: Francisco Méndez.
Esa mañana, en cierto momento, mientras me sirve algo en la cocina lejos de la cámara, me pregunta si estoy escribiendo. Le cuento el desastre del disco duro que murió llevándose mi primera novela. Tranquilamente, me cuenta que a él le pasó lo mismo y me da consejos muy útiles. Al continuar con la animada entrevista/charla siento un peso menos.
Dejo su casa, tan caótica y tan personal, con un nuevo empuje para rescatar los restos de lo que fue mi novela. Su apoyo y fe en lo que hago, que me ha brindado desde hace años, me imprime una nueva vitalidad.
Amigos como él me hacen recordar de dónde vengo y qué es lo que más disfruto en la vida: escribir. Es bueno tener amigos colegas, no para alabarse mutuamente, sino acompañarse en un camino que a veces parece un laberinto.