Mi gratitud a uno de los grandes de la pintura y maestro de la palabra.
Hoy, Marco Augusto Quiroa cumpliría 80 años. Su vida artística era una pasión cenacular. En 1969, junto a Roberto Cabrera y Elmar René Rojas iniciaron el Grupo Vértebra, en abierto rechazo a las corrientes de moda, decorativistas y deshumanizadas. Propusieron un arte de contenido social y nacionalista, convirtiéndose en “el más guatemalteco de los pintores”, como lo denominó Carlos Mérida. Soy testigo de que su pasión oculta y más fecunda era la expresión literaria. Esta lo llevó a comandar otro cenáculo, La rial academia, el grupo literario proclamado a favor de la insolencia y la antisolemnidad. Con Marco Augusto, Juan Antonio Canel y Eduardo Villagrán decidimos “uncir nuestros esparcidos párrafos del desenfado y el desparpajo”, para situarnos en los “páramos de la lucidez íntima”, desbordados “por la esperanza de nuestro pueblo, al que por encima de todo pertenecemos”. Presas del delirio, nos llenamos de guatemalidad. La más alta pasión, la literatura, nos unió. Esa sordidez que llaman política, nos separó.
A sus ochenta años, lo recuerdan como uno de los grandes de la pintura guatemalteca. Mi homenaje mínimo en estas palabras menores es para celebrar su genio narrativo. Marco Augusto Quiroa es el cuentista más importante del siglo XX guatemalteco. Sus dimensiones usumancínticas, ese su registro muy personal, sostenido, y su frecuente exploración técnica le valieron, a pesar de las mal disimuladas envidias, un lugar privilegiado en la descoyuntada Literatura guatemalteca.
En ciertas labores, recurrió a los elementos que caracterizan al cuento clásico: economía anecdótica, aglutinamiento de acciones en un corpus narrativo y tensión en el desenlace. En otras narraciones, dominó la experimentación con el lenguaje, en especial, con el habla popular o el intercambio coloquial, propios de la fragmentación urbana o del desconcierto de los migrantes.
Marco Augusto Quiroa, el rialacadémico emblemático, quiso soñar un poco el sueño colectivo, sin afanes retóricos ni espectacularidades. El mejor homenaje que podemos tributar a este autor fundamental, es la relectura de su obra, ocasión también propicia para rendir tributo de admiración a todos los autores y autoras que la historia ha extraviado, cuya omisión en las antologías y parnasos no se debe en todos los casos al “buen gusto”. Los exiliados de los santuarios literarios, en los que en ocasiones se entra por azar o se disfruta por complacencia de alto estrado, tienen, de hecho, más garantizado su olvido para la posteridad.