Con esperanza y casi tres cuartos de siglo después, Guatemala retoma el impulso de políticas de Estado que se ocupen de desarrollar el sector agrario. Se espera que estas iniciativas sean vistas con la tranquilidad y solidaridad que demanda un problema que, durante 72 años, ha generado rezagos sociales y económicos.
Aunque seguramente habrá alguna resistencia y recelo por los acuerdos alcanzados y firmados entre el Gobierno y liderazgos indígenas, también es cierto que los compromisos llegan en momentos en que los guatemaltecos han madurado, derivado del conocimiento de su historia y de vivir un enfrentamiento ideológico que nos dividió como nación.
En este sentido, nadie debería negar que el Organismo Ejecutivo tiene la obligación de atender la conflictividad agraria, procurar el acceso a la tierra, robustecer la economía campesina, fortalecer la presencia del Estado en el interior del país y crear espacios políticos de comunicación permanente. Quien piense lo contrario, se opondría al derecho constitucional que tienen los labriegos de aspirar a mejores condiciones de vida individual, familiar y comunitaria.
De esa cuenta, conviene resaltar la convicción del presidente Bernardo Arévalo y de la vicemandataria Karin Herrera de respaldar a quienes se dedican a producir la tierra, así como continuarán estimulando actividades económicas de índole agrícola, industrial o comercial.
En síntesis, las acciones acordadas, las cuales se implementarán durante los primeros 100 días de gestión, abarcan mecanismos de atención de crisis, con el objetivo de solucionar la disputa de espacios; reestructurar y fortalecer el Fondo de Tierras, promover actividades productivas agropecuarias y articular políticas sectoriales e integrales en los tres territorios priorizados: altiplano, las Verapaces y el Corredor Seco.
Insistimos, luego de 72 años, cuando se promovió la reforma agraria, que los guatemaltecos son más sabios y distinguen con la claridad cuando se busca construir una nación más justa e inclusiva.