El tan chileno verbo “chacrear”, según el diccionario de la RAE, refiere a “hacer que se pierda el carácter propio de una situación”, de manera que aplicado a la democracia apunta a la degradación de su
naturaleza.
La figura del político selfie, aquel que trabaja para la tribuna y que vela solo por sus propios intereses, ese que transgrede los límites del pudor y la decencia con tal de llegar al poder o de conservarlo, ha llegado en estos días a su máxima expresión.
En efecto, en contraste con el riguroso y profesional actuar del Servel al momento de explicar la necesidad de destinar dos días para votar, algunos políticos aprovecharon la instancia para cambiar las reglas del juego apelando a cualquier argumento con tal de llevar lo que creen podría ser agua para su molino. Y no se trata de cualquier vulneración, ya que en una democracia las elecciones son sagradas, de manera que al alterar mañosamente las reglas preestablecidas se infringe un daño grave en las bases del sistema. El historiador, militar y político griego Polibio de Megalópolis escribió en el siglo II a. C. que cuando la democracia “se mancha de ilegalidad y violencia, con el pasar del tiempo se constituye la oclocracia”, es decir, ya no es el gobierno del pueblo, sino de la muchedumbre.
A raíz de sus lecturas, viajes y una larga estadía en Roma, Polibio desarrolló una idea ya presente en Aristóteles acerca de la degradación de los sistemas políticos. A su entender, tres buenos sistemas se terminaban transformando en sus versiones enviciadas al perderse los valores que los orientaron en un inicio: la monarquía degradaba en la tiranía; la aristocracia, en la oligarquía, y la democracia, en la oclocracia
Decía que una vez olvidados los valores y esfuerzos que dieron vida a un sistema político, “entra el gobierno en manos de sus nietos, y ya entonces la misma costumbre desestima la igualdad y la libertad” (Polibio, VI, 4). Postulaba que si en la democracia “prevalece la opinión del mayor número, se respeta a los padres, se venera a los ancianos y se respetan las leyes”, con la oclocracia ya no es el pueblo, sino el populacho el que finalmente gobierna a su antojo, proponiendo y haciendo lo que se le viene en gana (Polibio, VI, 4.4).
A raíz de sus lecturas, viajes y una larga estadía en Roma, Polibio desarrolló una idea ya presente en Aristóteles acerca de la degradación de los sistemas
políticos
Este viciado sistema de gobierno representa la degeneración de la voluntad general desde el momento en que en él empiezan a dominar solo los intereses de algunos, quienes manipulan caprichosamente a la muchedumbre ignorante y desinformada.
Para Polibio, en la oclocracia se observan al menos tres fenómenos. El primero, la recurrencia a un tipo particular de violencia que entonces se conocía como hybris, desmesura asociada al orgullo y la arrogancia que se manifiesta en la transgresión de los límites que han impuesto los dioses.
El segundo es la ilegalidad expresada en la reiterada violación de la ley, lo que redunda en la relativización y desvalorización de la justicia. Por último, la tendencia a una suerte de “tiranía de la mayoría”, que busca reemplazar la democracia representativa obtenida mediante las elecciones por otra en la que tiende al sistema plebiscitario de tinte demagógico.
Más allá de las evidentes distancias que nos separan de esos tiempos, el concepto de oclocracia de Polibio, al menos en lo grueso, sirve para reflexionar acerca de los límites “sagrados” que en una democracia no pueden ser transgredidos sin arriesgar su
naturaleza.
Entre ellos, el respeto a la ley, a la Constitución y al Estado de Derecho. Hasta un niño sabe que cuando las reglas del juego no se respetan, este simplemente se “chacrea” y finalmente se acaba. Así, manipular las reglas acordadas ad portas de las elecciones, es lisa y llanamente “chacrear” la
democracia.