Fermín Torrano Echeandia
Revista Nuestro Tiempo
Con veinte años y un destino, la sargento Yarin Marie Peled escondió una nota manuscrita en el bolsillo del pantalón. Los disparos y el caos ahogaban la base militar de Nahal Oz, junto a la franja de Gaza. Treinta kilómetros al sur, su familia se refugiaba de los proyectiles de Hamás, como miles de ciudadanos más en los kibutz colindantes a la Franja. Era el 7 de octubre de 2023. El grupo terrorista empezó su ofensiva con 2 mil cohetes. Más tarde llegarían las lágrimas, los secuestros, las carreras y el terror. A Kfir Bibas, de diez meses, lo raptaron junto con su hermano y sus padres.
Para entonces, Ron Lobel entendió que los protocolos de seguridad que había elaborado no servían para nada. Los terroristas burlaban la defensa israelí por tierra, mar y aire. La brecha era tan grande que ni el Ejército podía frenarla ni los asaltantes contaban con un plan para seguir avanzando. Al ver a los milicianos por su ventana, el director de Desastres y Emergencias del único hospital israelí en la frontera con Gaza dejó la teoría a un lado e hizo dos cosas: agarrar un cuchillo de cocina y prometerse no tirar de la cadena.
Eli guardó la boina militar en un cajón el verano pasado, tras 26 años en las Fuerzas de Defensa de Israel.
Al recordar la segunda, Lobel deja escapar una sonrisa que no tarda en borrar. Su vecina accionó la cisterna y lo siguiente que escuchó el médico fue la explosión de una granada. Los islamistas volaron el baño. Ella murió calcinada en su interior.
“Mi casa es la última en Netiv HaAsara (un pequeño poblado a 300 metros del muro de hormigón). Empecé a escuchar voces. Después disparos. ¡Disparos de bala en el interior del kibutz!», exclama Lobel, todavía sorprendido. “Nunca habíamos oído algo así. Supe enseguida que esta vez era diferente”, y lo fue.
Con un saldo de 1 mil 200 muertos y 240 secuestrados, el 7 de octubre de 2023 se convirtió en la mayor masacre en la historia del Estado de Israel. También, en el inicio de una guerra que enfrenta a Tel Aviv y Hamás desde hace cinco meses. Ese mismo día, Benjamín Netanyahu, primer ministro israelí, declaró el estado de guerra y prometió “una poderosa venganza”. Más de 350 mil reservistas comenzaron a llegar de todas las partes del mundo.
Hombres como Yoav, al que el ataque le pilló en Bolivia. En chancletas y con un mapa de Israel tatuado en el gemelo izquierdo, preguntaba el 11 de octubre en la terminal 4 del madrileño aeropuerto de Barajas quién más regresaba para luchar. Eli era uno de ellos: “Podemos hablar del respeto a la vida, de historia o de las reglas de la guerra. Para nosotros está muy claro: si queremos sobrevivir, invadir Gaza es la única opción”.
Eli guardó la boina militar en un cajón el verano pasado, tras 26 años en las Fuerzas de Defensa de Israel, y se regaló un viaje de retiro a Latinoamérica con su mujer y sus cuatro hijos. Al leer las noticias del asalto, agarró el teléfono y escribió a su antiguo comandante: “¿Qué vamos a hacer? ¡Deme órdenes!”. Su exjefe le contestó que volviera. Y el antiguo soldado cogió un vuelo a Buenos Aires y otro a Madrid, donde compró un último pasaje para aterrizar en Israel.
Continuará…