Ana Eva Fraile
Revista Nuestro Tiempo
Sabine se presentó en las oficinas de Vogue con varias cajas de copias en su maletín. Era agosto de 1952, tenía 28 años y hacía seis que se había instalado en París, donde trabajaba como ayudante del fotógrafo de moda Willy Maywald.
En manos del editor de la revista, Michel de Brunhoff, cayó un retrato de Joan Miró que ella había hecho en Cataluña a finales de los cuarenta, y quiso conocer mejor su trabajo. “Mmm, es bueno, mmm…”, mascullaba a su lado un hombrecillo al que Weiss no conocía. De Vogue salió con un contrato que duró nueve años.
Y, unos días después, recibió una carta con el membrete de la agencia Rapho en la que le pedían que presentara sus fotos. Entonces supo que la misteriosa silueta que la había acompañado en aquel despacho era el famoso fotógrafo Robert Doisneau, que acabaría siendo un gran amigo y valedor de la obra de Sabine.
“Mi vida ha estado jalonada por golpes de suerte y encuentros fortuitos”, confesaba en 2016 Sabine Weiss en una pieza audiovisual de la galería Jeu de Paume. En 1952, a raíz de su incorporación a Rapho, su carrera despegó.
Desde que reunió dos francos y medio para comprar su primera cámara de baquelita, a punto de cumplir los once, hasta principios de 2000, Sabine Weiss nunca dejó de fotografiar.
También al otro lado del océano. Cabeceras estadounidenses como The New York Times, Life, Newsweek o Holiday comenzaron a publicar sus fotografías, y participó en exposiciones en el MoMA de Nueva York y el Instituto de Arte de Chicago. Asimismo, en 1955, Edward Steichen seleccionó tres de sus imágenes para la antología histórica The Family of Man, que recorrió el mundo durante ocho años.
El segundo momento decisivo sucedió en 1978. Sin que Sabine lo supiera, su marido, el pintor estadounidense Hugh Weiss, y unos amigos, entre los que se encontraba Doisneau, organizaron una exposición (su primera retrospectiva) en el centro cultural Noroit, en Arras (Francia).
Aconsejada por Doisneau, ella se ocupó personalmente de seleccionar las imágenes entre las colecciones de los años cincuenta y sesenta. Así emprendió la relectura de unas fotografías en blanco y negro que nunca antes había enseñado. “Eran mi jardín secreto, mi reserva espiritual”, relató en 2009 en el libro Intimes Convictions.
Una vez terminó de colgar las obras ampliadas y enmarcadas, pudo contemplar la coherencia de su trabajo. “Me reencontré conmigo misma y con mi identidad”, reconoció. Desde que reunió dos francos y medio para comprar su primera cámara de baquelita, a punto de cumplir los once, hasta principios de 2000, Sabine Weiss nunca dejó de fotografiar.
Durante siete décadas, alimentó un archivo monumental: 200 mil negativos, 7 mil hojas de contacto, 2mil 700 grabados de época, 2 mil grabados modernos, 3 mil 500 impresiones, alrededor de 2 mil diapositivas y toda la documentación, que incluye recortes de prensa, reseñas, pruebas, correspondencia, películas y grabaciones. En 2017, decidió donar su legado al Museo Photo Elysée de Lausana (Suiza), que divisaba de niña desde la otra orilla del lago Lemán.
Su asistente, Laure Delloye-Augustins, la ayudó a hacer inventario. Una meticulosa tarea gracias a la que redescubrió sus propias fotografías, almacenadas durante tiempo y tiempo en cajas. A Sabine le gustaba volver sobre la envejecida libreta en la que registraba, de manera poco ortodoxa, sus quehaceres. Pasaba con cuidado las páginas porque algunas estaban a punto de desprenderse.
Al releer aquellas notas manuscritas del cuaderno de bitácora, sus recuerdos despertaban. Como destellos fugaces. En el vídeo Les 1001 vies de Sabine Weiss, no ocultaba su sorpresa ante una trayectoria tan fértil: “No entiendo cómo pude hacer tantas cosas en la misma época, es increíble, y cosas completamente distintas. Fue una vida muy buena, ¡no me arrepiento de nada!”.
Continuará…