Cristina Tabernero
Catedrática de Lengua Española
Aunque en aquellos siglos era de uso común la circulación de los manuales epistolares mencionados más arriba, no es en sus páginas donde estas mujeres navarras de nivel sociocultural medio o bajo aprendieron la redacción epistolar.
Fueron precisamente las cartas los modelos sobre los que se instruyeron en la escritura y fue a través de la transmisión popular como conocieron las fórmulas de saludo y despedida o el modo oportuno de comenzar o terminar una misiva.
Estas mujeres carecían de la libertad que otorga el dominio de esta destreza.
Con todo, salvo las más avezadas en el uso de la escritura (pongamos por caso, nuestra Agustina de Ustáriz), el resto se limitaba a repetir una nómina aprendida de fórmulas epistolares, con escaso índice de variación; el cuerpo de la carta se encargaba de poner de manifiesto lo limitado de la instrucción de estas mujeres, que escribían según los moldes de la conversación: “estarás con Bicente y le dirás que una carta que te inbié por el coreo, que si la ha recebido y me lo enbiarás a decir. Y aquí no hay nobedá ninguna pero anda mucha enfermedá por el lugar” (Antonia Chavarría, 1766, Sorlada-Arróniz).
Estas mujeres carecían de la libertad que otorga el dominio de esta destreza a quienes, más instruidos, podían permitirse la licencia de alterar las fórmulas sin miedo a equivocarse: mujeres nobles o una buena parte de los varones de su misma condición.
¿Escritura femenina? El caso es que por este cultivo femenino del género se ha venido repitiendo, como una verdad incontestable, la “superioridad del talento epistolar en las mujeres”, pensando que es la carta el lugar idóneo para las manifestaciones prototípicamente femeninas, como la cortesía o la expresión de los afectos. Está claro que hombres y mujeres escribieron cartas; si lo hicieron de diferente manera, se debió sobre todo a la distancia que separó sus mundos durante mucho tiempo y, por ello, a la imagen social que se esperaba de cada género.
Es difícil aventurar si la forma de redactar cartas de estas mujeres difería de las de los varones de su misma condición, a menudo destinatarios de sus misivas. Como muestra de un carácter natural o aprendido, las cartas de Isabel, Agustina o María son más corteses, se entretienen más en el relato de los acontecimientos, proporcionan la información con más detalle o a menudo ratifican el propio discurso con la autoridad de la experiencia general de sentencias y refranes.
En cualquier caso, hay un elemento que destaca por encima de todo el resto: una lengua más propia de la conversación que de la escritura como producto de una competencia escrita más limitada en el caso de la mano femenina, que, sobre otros factores, cabe achacar principalmente al diferente nivel de
alfabetización.
Por encima de estas diferencias, lo que importa es que estas mujeres, desde sus niveles de instrucción, eran conscientes de lo que significaba el acto de escritura epistolar, de acuerdo con el papel que, según su género, les había sido atribuido por nacimiento.