Lo que falta en un cristiano burgués es el interés por transformar la realidad. Aunque la fe no se identifica con ninguna estructura política u organización social concreta, tampoco se desentiende del destino del mundo. En nuestras manos está tratar de abrir los corazones, el propio y el de los demás, para que Dios pueda actuar en ellos. Tal es la aportación específica de los cristianos a la sociedad: compartir la alegría del Evangelio, la ley de la caridad y la visión esperanzada sobre el futuro.
En nuestro país se echa en falta la contribución cristiana, que tanto beneficiaría a todos. Esta situación se debe más a la inacción o indiferencia de los creyentes que al laicismo rampante. Es, con gran probabilidad, la principal consecuencia del cristianismo burgués. En una sociedad de profundas raíces religiosas y con una red tan extensa de instituciones educativas de ideario católico –muchas de ellas de primer nivel– resulta sorprendente la escasa presencia pública (en la cultura, la economía o la política) del mensaje evangélico.
Los números no cuadran. Ha habido una clara dejación de funciones: quienes estaban en condiciones de liderar no han querido o no han sabido hacerlo. Puede que hayan confundido el triunfo profesional con el brillo del rendimiento y la eficacia, en vez de medirlo en términos de fecundidad y contribución al bien común. Más allá de la imprescindible, generosa y meritoria actividad de organizaciones como Cáritas en la atención de los marginados, ¿dónde está la respuesta cristiana ante la “cultura del pelotazo” de nuestro sistema económico, la desesperada búsqueda de sentido de tantos jóvenes o la creciente fractura cívica que la minan, día a día, el tejido social? “Es frecuente, aun entre católicos que parecen responsables y piadosos, el error de pensar que solo están obligados a cumplir sus deberes familiares y religiosos, y apenas quieren oír hablar de deberes cívicos”. Así se expresaba un contemporáneo español, Josemaría Escrivá. Incluso, cabría añadir, esos deberes cívicos se identifican –en el mejor de los casos– con pagar impuestos y cumplir las leyes, es decir, lo propio de una persona respetable, un buen burgués.
En su diagnóstico, este santo contemporáneo concluía que en la mayor parte de los casos el problema no es de mala voluntad, sino de falta de formación. Ha habido una deficiente transmisión de la fe en la familia, la parroquia y la escuela. Por ello, la solución se halla, como para casi todos las cuestiones importantes, en la educación. Una expresión que un amigo emplea con frecuencia sintetiza bien lo que aquí se ha expuesto: quien cree, crea. El creyente crea familia, crea cultura, crea comunidad. Todo lo vivo es fecundo. En cambio, una fe burguesa resulta estéril. No se trata necesariamente de crear algo nuevo (estructuras, instituciones o partidos), sino de realizar de otra manera –con sentido de misión– lo ordinario, de modo particular el trabajo, pues es donde habitualmente convivimos con los otros ciudadanos y podría convertirse en el lugar por excelencia de participación social.
Las profesiones –en todas sus formas: de las más reputadas a las más humildes– poseen un extraordinario poder transformador cuando se realizan con mentalidad de servicio y no meramente como un medio para obtener sustento, satisfacción personal o éxito.