Ana Sánchez de la Nieta
Revista Nuestro Tiempo
Robot Dreams es una pequeña joya. El cineasta español Pablo Berger ha adaptado la novela gráfica de la estadounidense Sara Varon que cuenta la historia de un perro (Dog) que vive solo en un apartamento en Manhattan. Para paliar su soledad, Dog decide comprar un robot que se convierte en su mejor amigo. Desde el punto de vista cinematográfico, la película es sobresaliente.
Y eso que el reto era complicadísimo, porque la cinta se apoya en un cómic minimalista, de trazo casi desnudo, nada que ver con las animaciones de Pixar y Berger, además, optó porque fuera muda. No era la primera vez que se enfrentaba a este género.
En 2012, había estrenado su magistral Blancanieves. El cineasta sostiene que una película muda requiere un cuidado especial en el ritmo, y ese cuidado puede imprimirle también carácter a una historia animada. En Robot Dreams consigue ambas cosas: un filme con ritmo y con carácter. Desde que se vio por primera vez en Cannes, la cinta no ha dejado de recibir premios. El último, al mejor largometraje animado en los galardones del cine europeo.
Es lo que nos cuenta Robot Dreams: la tristeza de la soledad, la alegría de compartir y la riqueza de descubrir.
Pero al margen de sus valores cinematográficos, es una reflexión bellísima sobre la soledad y la amistad. Tan necesaria en una época en la que la soledad se extiende como una plaga silenciosa y en la que peligra la amistad real, no virtual. La novela gráfica de Sara Varon se ubica en los años ochenta del siglo XX, pero podríamos estar hablando de que todo sucede en 2023 y de que Dog podría ser cualquiera de nuestros vecinos que vive solo.
Cuando llega la noche, se calienta un plato precocinado, se sienta en el sofá y hace zapping en la tele o en Instagram, buscando algo que le entretenga y que le ayude a olvidar que está solo. Y eso que Dog, en apariencia, como cualquiera de nosotros, lo tiene todo. Pero la soledad pesa. Los días también. Y añora la compañía que observa en algunos de sus vecinos. Y, por eso, decide comprar un robot. Y, por eso, la llegada de un sonriente android, curiosamente llamado Amica 2000, cambia su vida para siempre.
Porque es lo que pasa cuando encontramos amigos, que hasta las cosas más pequeñas saben diferente. Incluso la pizza, aunque sea precocinada. Dog quiere enseñarle a su nuevo amigo cómo se divierten en su mundo y se lo lleva al cine y a montar en las atracciones y a la playa y a bailar a un parque. Son lugares sencillos en los que Amica goza por el descubrimiento ¡el primer baño en el mar! y Dog por la compañía y por la alegría del amigo.
Creo que todos tenemos la experiencia de descubrir a un amigo algo que nos gusta: un paisaje, una película, un restaurante, un hobby, una aplicación y, no digamos nada, otro compañero, un hermano, un novio o un sobrino. O en la otra dirección: creo que nunca hubiera leído Memorias de Adriano sin el encendido elogio de una amiga, ni me sabría toda la discografía de Silvio Rodríguez si no llega a ser por otra. Y, si en los próximos meses me apunto al gimnasio, no tengáis ninguna duda de que ha sido por la insistencia de una tercera.
Sin ellas no habría conocido a Yourcenar y no podría tirar de Días y flores los lunes en los que amanezco torcida. Es lo que nos cuenta Robot Dreams: la tristeza de la soledad, la alegría de compartir y la riqueza de descubrir. Cuando las cosas se tuerzan, como mis lunes, el recuerdo del amigo es lo que les moverá a los dos a no perder la esperanza.
La amistad no se encierra, se reparte. Yo tengo mi propio to be continued de Robot Dreams. Lo que no me quedan son caracteres para seguir escribiendo. Pero adelanto que es una historia feliz.