ANA MARTA GONZÁLEZ
Catedrática de Filosofía
Revista Nuestro Tiempo
Si la edad ha perdido parte del prestigio y la autoridad de los que gozaba en el mundo tradicional, se debe en gran medida a los cambios sobrevenidos como consecuencia de una modernidad sesgada e inconclusa, que, tras poner en circulación los principios de igualdad y libertad, se ha estancado en una visión de las relaciones sociales dominada por criterios abstractos y economicistas, y prácticas y formas de organización que atienden solo a medidas funcionales y de productividad, lo que genera entretanto un número incontable de excluidos.
En parte como reacción, a finales del siglo pasado cobraron protagonismo las éticas del cuidado, que ponían en el centro la cuestión de la dependencia. Sin embargo, proyectada en el espacio público, esta aproximación presenta el riesgo de consagrar la división de los ciudadanos en productivos y dependientes, inadecuada para apreciar la multiforme contribución de las personas mayores.
La oscilación entre asistencialismo y autonomía, entre cubrir las necesidades de los más frágiles al mismo tiempo que se reconoce la capacidad de quienes se valen por sí mismos, deja al descubierto una deficiente integración política y estructural de los principios de igualdad y libertad, que, a mi juicio, solo encuentra remedio cuando entra en juego y se vuelve socialmente operativo el más olvidado de los ideales modernos: el de fraternidad.
Con fraternidad no pretendo evocar vagos sentimientos humanitarios
Entiendo por fraternidad un principio de comportamiento que, sobre la base de una igual dignidad de las personas, tiene presentes sus diferencias individuales. No es lo mismo, en efecto, ser joven o mayor, tener salud que no tenerla, contar o no con apoyo familiar, vivir solo o acompañado, tener trabajo o no. Nada de esto se deja aferrar por formas binarias de pensar, que multiplican sin cesar la lista de los excluidos.
Con fraternidad no pretendo evocar vagos sentimientos humanitarios. Pretendo sobre todo rescatar su papel como principio estructurador de sociedades complejas, que opera sobre la base del respeto recíproco y que sabe modular su expresión de acuerdo con las circunstancias diferenciales del interlocutor.
Frente a lo que el papa Francisco ha designado como “cultura del descarte”, la fraternidad constituye una articulación práctica de los principios de subsidiariedad y solidaridad, que si, por una parte, evoca la idea de que todos somos responsables de todos, por otra, exige una buena dosis de lo que los griegos llamaban epikeia; es decir, capacidad de enjuiciar situaciones particulares. Continuará…