Ana Marta González
Catedrática de Filosofía
Revista Nuestro Tiempo
Aunque la vejez puede experimentarse con pesadumbre —lo sabía Cicerón cuando escribió De senectute—, esa edad conlleva unas ganancias que Cicerón ejemplifica en la figura de Catón –sabiduría, prudencia, autoridad…— y que deben prepararse desde la juventud.
Tal y como ha destacado Foucault, este tipo de preparación, que los antiguos incluían en el “cuidado de sí”, no abarca únicamente el cuidado de la propia mente, sino también del cuerpo y la salud, al que principalmente hoy nos referimos cuando hablamos de autocuidado.
Conviene recordar, sin embargo, que, en su origen, la expresión “cuidado de sí” tenía un sentido más amplio y profundo, pues señalaba una actitud propia de la persona consciente de sí misma y del modo en que sus decisiones presentes condicionan su vida y su carácter futuros; algo que cabe extender igualmente a la cuestión del sentido: hemos de vivir como quien ha de poder encontrar un sentido a todas las etapas de su vida.
Hablar de autocuidado es totalmente pertinente, no solo para afrontar un envejecimiento saludable y activo, sino también un envejecimiento significativo.
Según esto, hablar de autocuidado es totalmente pertinente, no solo para afrontar un envejecimiento saludable y activo, sino también un envejecimiento significativo, que, además de estimular la participación de los mayores en la vida familiar, cultural, social, incluye también el desarrollo de recursos espirituales con los que dotar de sentido a esa última etapa de la vida.
Esta es la línea escogida por Frits de Lange en un libro titulado Amar la vida tardía, donde desarrolla la idea de un amor al propio cuerpo, no ya como cuerpo disciplinado, ni cuerpo reflejado en los ojos de otros, ni como cuerpo dominador, sino como cuerpo comunicativo, con el que es preciso aprender a relacionarse amistosamente.
Tener presentes estas otras dimensiones del autocuidado nos permite afrontar el futuro demográfico, además de en términos económicos, como una oportunidad de recrear espacios y vínculos intergeneracionales, “empleando” el talento sénior en conversaciones orientadoras de las que tanto jóvenes como mayores salen beneficiados; una manera de facilitar la experiencia de convivencia intergeneracional en un momento en el que las familias, por su reducido tamaño, ya no la hacen posible. Por esta vía, el envejecimiento activo nos recuerda que hay sentido más allá de las actividades estrictamente laborales.