Mariana Betancourt, Claudia Burgos, Paula Rodríguez y Ana Eva Fraile
Revista Nuestro Tiempo
Si las actuales tendencias demográficas se prolongan, un estudio del Instituto Nacional de Estadística estima que en 2037 habrá 6.5 millones de hogares unipersonales en España, un 29.8 por ciento del total. Será el tipo de hogar que más aumente en los próximos 14 años: un 27.3 por ciento respecto a principios de 2022.
Esta proyección anticipa que el número de individuos que vivirán solos pasaría de representar el 10.7 por ciento de la población en 2022 al 12,5 por ciento en 2037. En segundo lugar, la incidencia de la soledad no deseada es superior en las personas con discapacidad, por las limitaciones a las que se enfrentan a diario y les aíslan de la comunidad: la falta de accesibilidad, la carencia de autonomía, la inactividad forzosa, la dificultad para relacionarse y la discriminación.
También quienes tienen una salud frágil están más expuestos a sentirse solos o aislados. Mantener una vida activa es un camino para procesar el dolor y estimular las conexiones sociales. Sin embargo, ejercitarse al aire libre, caminar o pasar tiempo en la naturaleza se convierten en tareas complejas para personas con afecciones crónicas, movilidad reducida o enfermedades mentales. La renta constituye otra variable asociada a la soledad no deseada.
Cuando los ingresos económicos son escasos, la capacidad para expandir las relaciones se ve limitada. Planes como viajar, hacer excursiones, cenar en grupo e ir al cine resultan inaccesibles para un sector de la población. Según apuntan desde el Observatorio SoledadES, algunas experiencias vitales —haber sufrido un suceso traumático, la pérdida de un ser querido o una separación, entre otras— también pueden trastocar los vínculos cotidianos y abrir una etapa de aislamiento o de duelo que, si se cronifica, desemboca con frecuencia en soledad no deseada.
También quienes tienen una salud frágil están más expuestos a sentirse solos o aislados.
En 2020, el confinamiento y la sobremortalidad que trajo consigo la pandemia de Covid-19 tuvieron un efecto colateral: más gente estaba sola. Los pamploneses Javier y María —los nombres son pseudónimos— llevaban cuarenta y ocho años casados cuando la enfermedad los separó. Antes de ingresar, Javier se despidió de su esposa con un “Hasta luego”. Pocos días después, a ella también la internaron en otro centro hospitalario.
En su habitación, aislada, recibió la noticia de que Javier no volvería. Durante meses, María cayó en una espiral de soledad de la que pudo salir poco a poco gracias al apoyo de una amiga íntima y de su parroquia. El “abrazo de Dios”, dice, logró consolarla y devolverle “la paz en el alma”. Siempre se había considerado una creyente del montón y ahora cree que Javier la empujó desde el cielo a la segunda fila de la misa.
Tiene 86 años y una copia de El principito en la mesa de noche. Tras este giro inesperado de su historia, afirma haber alcanzado lo que ella llama “soledad aceptada”. Se apoya en su carácter optimista y en la fe para afrontar el mundo sin su marido. En casa, hace las tareas domésticas sin obsesionarse, “porque está claro que el día de mañana Dios no te va a examinar sobre cuántas veces has barrido”.
Por las tardes, suele conversar con su mejor amiga, una prima de Javier, que es religiosa y tiene 98 años. Hablan de comida, de oración y de las compras. Pero su parte favorita del día llega a las nueve de la noche: “Es como si se cerrara mi mundo, me siento en casa, sola, a gusto”. María, en su vejez, ha superado el duelo.
No obstante, las personas mayores —el último factor de riesgo identificado por el Observatorio SoledadES— están más expuestas a sentirse solas debido a la confluencia de cambios relevantes que se producen en esta etapa: la transformación de su rol y sus condiciones económicas tras jubilarse, la pérdida de vínculos, el deterioro de la autonomía al verse menguada su capacidad física y mental… Continuará…