Teo Peñarroja
Revista Nuestro Tiempo
Pedro Gobeo de Vitoria padeció hambre y sed, vio morir a sus compañeros, atravesó toda América y sobrevivió. Luego escribió un asombroso libro de viajes, Naufragio y peregrinación, en el que contó sus infortunios.
La obra se leyó en toda Europa y América, pero se perdió por completo a inicios del siglo XVIII. En 2004, el profesor de la Universidad de Jaén Raúl Manchón localizó el único ejemplar del que se tiene constancia en una biblioteca alemana. El catedrático Miguel Zugasti, de la Universidad de Navarra, acaba de publicar con la editorial Crítica una nueva edición de este unicum, que ha permanecido en silencio durante casi cuatrocientos años.
El camino es cuesta arriba, en zigzag, entre dos laderas. Lo recorre o más bien se arrastra por él un cadáver, un jirón de piel colgado de un esqueleto. Pedro Gobeo de Vitoria no ha cumplido aún los quince años y lleva tres días sin comer ni beber. Está “flaquísimo, consumido y deshecho, con sola la armazón de los huesos; y, por decirlo en una palabra, muerto en vida”. Busca dónde morir con una lucidez terrible.
Desembarcaron cuarenta y un marineros, entre ellos el sacerdote, a casi ochocientos kilómetros de la siguiente ciudad española.
Se detiene en un claro de arena rodeado de peñascos que apenas dejan recortarse allá en lo alto un pedazo de azul. Llora. Pedro Gobeo llora. ¿Cuánto tiempo puede tardar un adolescente desfallecido de hambre y desesperación en cavar su propia tumba? Porque eso es lo que hace ahora con una concha que ha traído de la playa; su único equipaje, además de unas hojas grandes que le sirvan de sudario y una cruz que se ha hecho atando dos palos para que si alguien encuentra sus huesos sepa que lo fueron de un cristiano.
Con los ojos rojos secos mira su particular cadalso. Se arrodilla junto al hoyo y reza. Le pide a Dios misericordia de sus “pocos años, gastados todos en ofensa de Su Majestad”. El cuerpo, en un momento dado, sucumbe por fin al cansancio y al hambre y Pedro Gobeo ve cómo la negrura se apodera de su vista.
Pierde el sentido y al despertar ya no puede tenerse sobre las rodillas. Tiene el alma en vilo cuando pone un pie, luego el otro, en el agujero que va a ser su última parada. Solo y aterrorizado se tumba en el sepulcro, se cubre con el sudario y agarra, con la fuerza que le queda, la cruz sobre el pecho. Desde aquel agujero ve caer su última noche, tan desgraciada, a miles de kilómetros de Sevilla y de su madre, en esta isla sin nombre entre dos ríos en la costa de Esmeraldas, Ecuador.
En la oscuridad total, acechado por las fieras, repasa su triste vida. Cómo el 27 de septiembre del año anterior, 1593, se embarcó hacia América, con gran disgusto de su madre, con la estúpida ilusión de conocer el ancho mundo. Recordó la primera tormenta en Canarias, la llegada a Venezuela, la batalla naval contra el corsario escocés John Burgh.
Reconstruyó el viaje hasta Panamá, los meses que pasó allí enfermo y cómo volvió a embarcarse en Puerto Perico hacia Lima. Se le vinieron a la memoria los días de mala mar y cómo se agotaban las provisiones a bordo sin que el barco, en dos meses, llegase más que a Colombia. Maldijo el día en que creyó al capitán que aconsejó a unos cuantos andar a pie los pocos kilómetros que quedaban hasta Manta.
Desembarcaron cuarenta y un marineros, entre ellos el sacerdote, a casi ochocientos kilómetros de la siguiente ciudad española. Por el camino vio morir a muchos, algunos verdaderos amigos, de hambre y de sed, o despeñados o envenenados.
Continuará…