Joseluís González
Profesor y escritor
Humor, jovialidad, ingenio y gracia, sentimiento, insinuaciones al lector, sabiduría (y picardía) para asociar biografía propia e invención, para escuchar y mirar caracterizan la literatura de Antonio Pereira (1923-2009), poeta y reconocido cuentista.
En plena Florida, en el enero estival de Buenos Aires, en 1980, Úrsula Rodríguez Hesles sacó varias fotos a su marido, el escritor leonés Antonio Pereira, y a un ya octogenario Borges. Era un día implacable de calor. Al argentino le acababan de notificar que había ganado ex aequo con Gerardo Diego el Premio Cervantes. Meses atrás, desde Madrid, Pereira le había pedido por carta visitarlo. El autor de El Aleph respondió invitándoles a su piso de la calle Maipú, cerca del hotel donde el matrimonio español se hospedaba. Abrió la puerta Fanny, la mucama, ama de llaves, “seguida cautamente” de Beppo, el gato de Borges con el mismo nombre que el del poeta Byron.
Entre las ondulaciones y suavidades de la conversación no faltaron los sigilos. A pesar de hacerles saber a Antonio y Úrsula que había terminado por fin un cuento que llevaba gestando casi veinte años, La memoria de Shakespeare, y al parecer iba a ser el último, Borges se reservó el contenido de la historia. Sí deslizó que se le había ocurrido entre la madeja de un sueño muy anterior, de cuando había dado clases en Estados Unidos.
Tampoco Pereira le desveló a aquel ciego genial que alguien (acaso no demasiado lector) había ensuciado el portal con inútiles insultos contra aquel hombre mayor y respetable, siempre tímido y caballeroso. Fueron luego los tres a una confitería. Y siguió rodando el engranaje de la vida.
Pereira, de joven, se ocupó de recorrer el noroeste de la península para extender el negocio paterno.
De ese carrete se revelaron en papel, además de los retratos, algún artículo de prensa, unas páginas en las memorias del escritor berciano (publicadas póstumamente) y algún cuento. Uno fue Si me lees te leo, recreación de aquel encuentro, con un cierre tan intrincado y astuto, tan rebelde, arte y artificio, como los del narrador y poeta que no recibió el Nobel. También recompuso cuentos con anécdotas de un viaje a la URSS o con un secuestro a Pereira y su esposa en tierras americanas. Pasaron a ser relatos atemperados por la jovialidad y el humor. Y por las diferencias que aporta la habilidad imaginativa. La vida, haber vivido, alimenta y viste la literatura. Thomas Mann, en el preludio de La montaña mágica, afianza esa certeza clara y por eso a veces inasible: “Para contar una historia es necesario que haya pasado”.
Pereira, de joven, se ocupó de recorrer el noroeste de la península para extender el negocio paterno, una ferretería que iba creciendo, sabía combinar lo comercial con lo literario, con los tipos, los paisajes, las peripecias y curiosidades. Acertó a fundir, con variantes de la fragua de lo imaginario, vida y escritura. Él mismo confesaba esa certidumbre de ser observador, de pararse a escuchar: “Me refiero a fijarme en las cosas y escribirlas”.
Precisamente uno de sus libros recopila observaciones y recuerdos: Oficio de mirar. Andanzas de un cuentista. Editado por Pre-Textos tras la muerte de Pereira, selecciona unas cuantas decenas de retazos biográficos ocurridos desde el 1 de enero de 1970 hasta la Nochevieja de 2001. De su puño y letra habla de sí mismo. Y de otros, con respeto y con el mismo desparpajo valiente que para lo suyo. Por ejemplo, de la voz de Cela, “campanuda y dogmática”, de cierto desaire de un fraile e historiador célebre, del porte de piedad visto a Gerardo Diego en un velatorio en un domicilio, la animadversión de Pereira por algún poeta arrogante… Son anotaciones, no un diario escrupuloso. Brillan comentarios sobre la creación literaria. “Desconfío de las páginas que se escriben encima mismo de lo que se está viviendo. La poesía es una emoción recordada”.
El 13 de junio se cumplió el centenario del nacimiento de Antonio Pereira. La fundación que lleva su nombre ha ido preparando diversos actos: convocatorias de premios, conferencias, homenajes, una estatua sedente en un banco de bronce del Jardín de la Alameda de su Villafranca del Bierzo natal… y los imprescindibles libros. En especial, el mayor cumplido con un buen escritor: reunir en dos tomos lanzados por la editorial Siruela Todos los poemas (se sentía poeta por encima de lo demás) y Todos los cuentos. Casi mil trescientas páginas de lectura dichosa, risueña, lírica, jovial, picante a veces.