Mariona Gúmpert
@MarionaGumpert
Me encanta este año. 2023. Si ignoro la primera veintena me queda un número precioso: el 23, que no solo es impar, ¡es primo! Adoro los números primos. En la imposibilidad de no poder ser divididos más que por ellos mismos además de por el uno encuentro una fuerza indómita, una reivindicación de la individualidad por la que se resisten a que los consideren un número más. El veintitrés escrito en números romanos me evoca también a Juan XXIII y a su gran legado, el Concilio Vaticano II, que, a pesar de coronarse con el número par por excelencia, es número, al fin y al cabo.
Odio eterno a los pares, pero más aún a la falta de números, como me ocurre con el papa Francisco: al nombrarlo me quedo medio coja, como interrumpida. La inercia, la fuerza de la costumbre, nos llevaba al principio de su pontificado a decir “Francisco I”, como lo haríamos con un rey o emperador.
Lo natural es enumerar lo que se nos presenta, empezando desde el uno (o, gracias a los árabes, desde cero). Y, antes de eso, nombrarlo. El Génesis nos cuenta que Dios creó todo, pero fue Adán quien otorgó un nombre a cada una de las criaturas.
En este hecho radica parte del sentido de una de las frases más misteriosas del Génesis: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza”. El Verbo encarnado nos cabe a duras penas en la mollera por aquello que tiene de hombre.
El veintitrés escrito en números romanos me evoca también a Juan XXIII.
Ahora bien, si nos examinamos a nosotros mismos, ¿qué tenemos en común con el Dios inasible del Génesis? No encuentro apenas nada excepto ese ir bautizando lo creado, dándole nombre, algo que se asemeja al divino crear, aunque sea por lo que tiene de creativo.
Nombramos porque pensamos. La palabra nos distingue por encima de cualquier otro ser de la creación.
Algunos animales aprenden a señalar cosas, pero no llegan al nivel cognitivo de la abstracción. A un simio se le puede inquirir por el significado de diferentes objetos, a los cuales apuntará, pero quedará perplejo si le preguntamos qué significa significar. La abstracción implica cierta reflexión, por eso la palabra griega logos puede traducirse tanto por palabra como por pensamiento. Palabra pensada.
Logos es precisamente el término usado al inicio del Evangelio de San Juan, traducido normalmente como Verbo: “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios”. Dios, con su palabra, crea las cosas.
El Verbo se hace hombre para salvarnos. Y el Verbo, en tanto que Dios, nos otorga el logos en minúsculas: capacidad de pensar (de nombrar) y, al nombrar, nos concede la facultad de “hacer cosas”, como aseguró Austin. Adán, con su palabra, designa cada criatura. Con la palabra habla con Dios y con Eva.
Habla también con la serpiente, que enseña no solo a desobedecer, sino a mentir: faltar a la palabra primero para faltar a la verdad después.
Desde entonces, nuestro logos está en tinieblas. No vemos, ni pensamos, ni hablamos con total claridad, verdad esta en la que puede coincidir cualquier persona sensata que en el mundo haya sido, al margen de sus creencias religiosas.
Seguimos, sin embargo, teniendo palabra, que hiere o acaricia, se toma a la ligera o une hasta la muerte al entregarse. Hablar compromete a menudo.
Hipotecamos así el yo futuro, que se hace uno con lo dicho. Nos diseñamos a nosotros mismos desde la libertad y el logos, que debería unir en estos casos sus dos significados: palabra reflexionada.
En consecuencia, deberíamos recordar siempre lo que decía un viejo amigo mío: “If you say it, you mean it”. O en castizo: “A lo hecho, pecho”.