Pablo Echart
Revista Nuestro
Tiempo
Sea cineasta o espectador, el cinéfilo no concibe la vida sin el cine. Tan es así que, como ilustran El moderno Sherlock Holmes o La rosa púrpura de El Cairo, sus fronteras pueden llegar a diluirse. En After Life, Koreeda concibe la vida eterna como una recreación cinematográfica del instante más bello de cada vida.
A veces, la cámara se convierte en una práctica subyugante, como muestran Vida en sombras, El aficionado y otros títulos del género vampírico. Nada comparable a hacer cine, parece sostener Tim Burton en Ed Wood, su homenaje al tildado como peor director de la historia, pero a quien él redime por su entusiasmo y pasión enfebrecida.
El metacine es, en efecto, un espacio idóneo para el homenaje.
El metacine es, en efecto, un espacio idóneo para el homenaje (aunque cabe, también, el ajuste de cuentas). La sala de butacas rivaliza con el set de rodaje como espacio dominante. El tributo a los maestros y a las películas queridas se encauza en primer lugar a través de la cita, de la inclusión de un fragmento de otro filme en el propio, casi siempre con un propósito dramático añadido.
Ver una película en una sala de cine puede suponer una epifanía, una experiencia capaz de marcar una vida, como le sucede a la pequeña Ana Torrent en El espíritu de la colmena o a Sammy (Mateo Zoryan), en Los Fabelman. En Primer plano, Kiarostami recrea la noticia de un joven que engaña a una familia iraní al hacerse pasar por Mohnsen Makhmalbaf, el director que, afirma el farsante, “retrata mi sufrimiento en todas sus películas”.
Lo que El largo día acaba ejemplifica el valor de la sala de cine como refugio frente a un mundo grisáceo y hostil. Un espacio de propiedades catárticas: solo al ver bailar a Fred Astaire y Ginger Rogers al son de Cheek to Cheek podrá Cecilia, la desdichada protagonista de La rosa púrpura de El Cairo, volver a sonreír.