Pablo Echart
Revista Nuestro Tiempo
El cine se ha mirado a sí mismo desde sus albores. De Chaplin a Spielberg, pasando por Wilder, Fellini, Allen o Kiarostami, son legión los grandes y pequeños directores que han encontrado inspiración para sus argumentos en la creación de una película y en sus profesionales.
El cineasta André de Toth afirmó que “el drama debe estar delante de la cámara y no detrás”, alusión irónica a los múltiples conflictos que acontecen durante los rodajes y, por extensión, durante los procesos de producción de las películas. Es aquí, en este fuera de campo, donde el metacine encuentra buena parte de su savia. A veces inspirándose en hechos reales, a veces desde la ficción pura, el cine dentro del cine abre las puertas a las bambalinas del séptimo arte, una invitación difícil de desoír para el espectador cinéfilo.
Este mundo es con frecuencia despiadado.
Con diversas dosis de crítica, esta práctica nos recuerda a menudo que, tras la mística del cine, no es oro todo lo que reluce. Así, el envés de la fama y el éxito representa un motivo recurrente. De Norma Desmond (Gloria Swanson), en El crepúsculo de los dioses, a Rick Dalton (Leonardo DiCaprio), en Érase una vez en Hollywood, actrices y actores pelean por alcanzar, mantener o recuperar el privilegio de la gloria, condición casi siempre efímera.
Este mundo es con frecuencia despiadado, una industria y un negocio que se cobra muñecos rotos. Como Clara Manni (Lucía Bosé), en La señora sin camelias, o como Dixon Steele (Humphrey Bogart), en En un lugar solitario, la corrupción personal es un peaje al que intérpretes y guionistas, eslabones débiles de la cadena, quedan abocados en ocasiones. No faltan las luchas de egos ni las relaciones de poder asimétricas. Con permiso de los agentes de prensa y las periodistas de cotilleos, el trono de los villanos lo ocupan los productores, seres carismáticos y manipuladores imposible no pensar en Jonathan Shields, de Cautivos del mal, y con frecuencia también autoritarios, de formas mafiosas y tendencias depredadoras. En contraposición a todo esto, encontramos un metacine luminoso que nace de la cinefilia.
En La noche americana, además de mostrar cómo se articula la puesta en escena y los múltiples trucos que hacen posible la ilusión de realidad, Truffaut sitúa en el amor a la profesión la clave que permite superar las vicisitudes de un rodaje, frente a tantas otras películas que convierten estos “accidentes divinos” expresión de Orson Welles en accidentes sencillamente infernales.
Continuará…