domingo , 24 noviembre 2024
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La casa desencantada

Teo Peñarroja Canós 

Revista Nuestro Tiempo

Para lograr una casa encantada son fundamentales los crujidos, las corrientes, un sótano sórdido y una polvorienta biblioteca de espejos opacos y, sobre todo, una historia familiar de no menos de tres generaciones. Ahí nacen los fantasmas: en el arraigo de la sangre y de la tierra. Los que hemos sentido erizársenos el pescuezo con La maldición de Hill House (recomendabilísima serie de Mike Flanagan), lo sabemos.

No es lo mismo una casa encantada que una con encanto. Estas últimas las buscan los jóvenes en portales inmobiliarios como los niños que miran el catálogo de El Corte Inglés en Navidad: sin mucha esperanza de llegar a tenerla. La renta, en España, de los hogares menores de 35 años se ha desplomado un 56 por ciento entre 2008 y 2020. 

Tanto si la casa está encantada como si se trata de un pisito con encanto, lo probable es que, si la habita una familia recién constituida, lo haga en régimen de arrendamiento. Tener o no tener una vivienda en propiedad te sitúa entre los ricos o entre los pobres de nuestra sociedad. Es muy difícil augurar un futuro luminoso a un país cuyos jóvenes no pueden ahorrar porque no tienen casa y no pueden tener casa porque no son capaces de ahorrar.

No es lo mismo una casa encantada que una con encanto.

De entre las muchas lecturas que se pueden hacer de estos datos, la que hice para mis adentros el otro día fue precisamente la dificultad que tendrán las casas dentro de pocos años para estar encantadas. 

Casi ninguna de las familias que se han formado en la última década se puede permitir un inmueble en el que alimentar sus amores y sus miedos, en el que deambular por el pasillo de madrugada por una hija enferma, en el que acostumbrarse con burguesa culpabilidad al chirrido de una bisagra.

Serán familias errantes, nómadas. Pasarán de una cama de Ikea a otra idéntica en otra calle y al final, ¿a qué descendientes atormentarán sus espectros si resulta que se quedan a mitad del túnel a la otra vida? ¿Se incluirán los fantasmas familiares en las descripciones de Idealista, igual que el certificado de eficiencia energética o la existencia de un trastero? ¿O acaso habrá que limpiar también de muertos la casa con cada cambio de inquilino?

Cabe una última mirada sobre las casas de los propietarios, tan mayores, tan solos. ¿Qué será de ellas cuando sus dueños se vayan al definitivo barrio? ¿También vagarán solitarios sus fantasmas por todas sus propiedades? ¿Y quién (sobre todo eso: quién) rezará un avemaría por esa alma inquieta, cuando sospeche su tristeza en el crujir del suelo?

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