Ignacio Uría
Revista Nuestro Tiempo
Hace cuatro décadas, en enero de 1983, se estrenó en España la serie Retorno a Brideshead. Yo no lo recuerdo porque, con 11 años, solo me interesaban el baloncesto y los libros de Los Cinco. También porque tenía “un rombo”, es decir, prohibida para seres en pantalones cortos.
Nunca olvidé, sin embargo, la música del comienzo, que escuchaba en secreto detrás de una puerta a medio cerrar. Una melodía fugaz que se filtraba hasta el alma, cual hechizo de Merlín o de Gandalf el blanco. Ese embrujo desaparecía al enmudecer las notas (siempre demasiado pronto) y para escucharla de nuevo había que esperar una semana. Hablo de un tiempo en el que se hervía la leche, se heredaba la ropa y casi todos gastábamos medias suelas.
Algunos años más tarde pude verla en una reposición. Confieso que la equívoca amistad de Sebastian Flyte (el hedonista y carismático hijo de lord Marchmain) y Charles Ryder (su formal y silencioso compañero en Oxford) me sorprendía. Quizá porque confirmaba (lo siento por Billy Wilder) que la tentación no vive arriba, sino dentro. Por fortuna, ahí estaba Julia Flyte para devolver el equilibrio natural, por más que su amor hacia Charles también fuera prohibido. Al fin y al cabo, este pertenecía a la tosca clase media y estudiaba (oh, my God) becado.
Por fortuna, ahí estaba Julia Flyte para devolver el equilibrio natural, por más que su amor hacia Charles también fuera prohibido.
A lo largo de aquellos días estivales, los tres apuraban su juventud en Brideshead, magnífica mansión de piedra y tiempo. Días junto al lago y noches esplendorosas en el patio de columnas. De alcohol y fresas silvestres, de amor y frustración con el rumor de la fuente barroca envolviéndolos. Y, sobre todo, de pérdida de la inocencia.
De Inglaterra se escapaban fugazmente a Venecia, donde se recreaban con un sol adriático que iluminaba el Gran Canal y que se reflejaba, acuático y vacilante, en los techos de los palacios. El Mocenigo, por ejemplo, que acogió a Byron, también inglés y también torturado.
Así permanecerá el verano de 1922 en la memoria de Ryder. Para siempre. Como una mariposa petrificada en el ámbar del recuerdo. Un recuerdo que, al menos, le permitirá volver a Brideshead cuando desee. Bastará con cerrar los ojos para recuperar a Sebastian camino del invernadero mientras carga con Aloysius, su oso de peluche. O para ver a Julia sonriéndole con fragilidad y a lady Marchmain asesinándolos con la mirada.
Aquellos tiempos pasaron, y luego vinieron otros para demostrar que los malos momentos llegan solos y los buenos hay que buscarlos. Así que la vida ya no fue igual para nadie.
Continuará…