martes , 26 noviembre 2024
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Grandes sueños

Ignacio Uría

Revista Nuestro Tiempo

Mis ojos secos han visto miles de puestas de sol. No exagero. Ocasos de matices insospechados (del naranja al gris azulado) en los que una brisa ligera barría el calor de plomo, tan leonés que solo le faltaba rugir. Tardes a la espera del rayo verde, milagro que se intuye pero jamás se ve. Inaprensible. Escurridizo.

Mi corazón de paja se consuela con el vuelo de las tórtolas y las golondrinas, fugaces y astutas (sobre todo, para comerse la cosecha). Las veo por encima del centeno, suspendidas en un aire a rachas que a veces me arrebata el sombrero. Si ocurre, mi cabeza se queda al sol durante días.

En los días de invierno, duros como la vida, pienso cosas inauditas. Será culpa del frío. Por ejemplo, quién ata las tormentas que luego se desatan o cuántas vidas le quedan a un gato. Esta duda me asalta si viene Boliche, un felino negro y cauto que observa el mundo con ojos extrañados. Si me da mucho el sol, me vuelven a rondar preguntas absurdas: adónde se va la luz cuando la luz se va o cuánto miden las altas horas de la noche. A lo largo de mi vida, he visto pasar el tiempo a toda velocidad.

Hijos que se convierten en padres y padres, en abuelos. Los veo camino de las faenas, aunque no suelen hacerme caso. Apenas una ojeada furtiva para comprobar que sigo con lo mío, un trabajo a la intemperie que desgasta y ennegrece, monótono pero importante. Eso creo y es mi verdad.

Mira que es uno de mis sueños: un buen par de zapatos que me lleven lejos. 

A veces, los niños me tiran piedras. Yo no me muevo, pero los miro muy fijo, sin parpadear, como si quisiera agarrarlos. Ellos saben que no ocurrirá porque no puedo correr. Sin embargo, una vez le oí decir al Choto que le doy miedo porque me aparezco en sueños. Qué familia de cazurros. Sin tierras ni criterio y, encima, malos al dominó. En otro tiempo, el tren pasaba cerca del pueblo.

Si alguien me hubiera ayudado a subir, me habría ido sin dudarlo. Era uno de esos de vía estrecha (el tren, digo, el pueblo es ancho y hasta tiene semáforos). Hoy solo quedan los escombros del apeadero, con el bastidor del reloj al aire y los matojos ocupando unas vías que no son suyas. Son de la Renfe, un respeto. Era un reloj bien bonito, dicen, pero apenas servía para anunciar qué retraso llevaba el tren.

Hace una semana llovió como si fuera el diluvio. Y qué truenos, madre. El agua le viene bien al arroyo de La Huerga, pero a mí el vendaval me pilló a la rasa y perdí la chaqueta, que tenía solapas y todo. Salió volando, como una bruja, pero sin escoba. Anduve un par de días a pecho descubierto y la humedad se me escurrió hasta el esqueleto. 

Menos mal que Silverio, el capataz, me trajo ropa nueva: unos guantes de labranza que son un primor y un mono azul de mecánico sin remiendos. Vaya suerte. Eso sí, la cremallera está rota, pero no hay que ponerse estupendos porque ha sido gratis. Intenté agradecérselo, pero no me salían las palabras. Todos en mi familia somos así. No me excuso, lo ratifico.

Sin embargo, nunca he tenido zapatos y mira que es uno de mis sueños: un buen par de zapatos que me lleven lejos. Con ellos me iría a la capital y hasta cruzaría el Pajares para ver el mar. Quiero ver el mar, desde siempre. Si llega a ocurrir, no sé qué haré de la emoción, pero llorar no. Eso no me sale.

El otro, el verdadero, el auténtico gran sueño, es tener nombre. Como si fuera un ser humano (con cara y ojos de verdad) y no lo que soy, un infeliz espantapájaros que acabará en el fuego.

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