Ana Terreros y Álvaro Fernández de Mesa
Revista Nuestro Tiempo
Que además de rescatar los pantalones campana de tu madre del armario, se revalorice todo el conocimiento ya adquirido y se dé una mirada reposada a lo que se está haciendo: “La ciencia ha progresado una barbaridad en muchísimas direcciones. Pero necesitamos un diálogo que nos ayude a preguntarnos hacia dónde queremos avanzar”.
Por eso defiende la necesidad imprescindible de la educación en los clásicos. Leer a Homero, entender a Platón y conocer a Dante no debería ser el lujo ni la ilusión de un erudito, “porque es lo que te da la clave para comprender cómo se ha construido el mundo en el que vives”.
Garrocho lo ve como un tapiz al que hay que darle la vuelta para apreciar los nudos que lo conforman. Para interpretar la época actual también es necesario mirar los entresijos: “Hay una colección de implícitos que no sabemos reconocer porque no nos los han enseñado. Una tradición sin la que no sabremos interpretar el mundo”.
De esta forma, podrá servir a la sociedad. Porque le da precisamente lo que más necesita: un sitio donde se debatan los problemas y se busquen las soluciones a través del diálogo razonado.
Donde se pueden impartir todos estos conocimientos es en la universidad. Por eso Garrocho cree que puede convertirse en algo que él mismo viene demandando: un espacio que permita un debate público sólido y basado en un conocimiento razonado. Una institución, además, a la que la sociedad aprecia: “Miramos a las universidades cuando, por ejemplo, hay una pandemia. Nos encontramos con una serie de expertos que nos resultan más fiables, en principio, que un par de famosos”.
Para él, la universidad es una institución cultural “en sentido amplio”, donde al mismo tiempo que se desarrolla un conocimiento práctico prestigioso, se le da un gran valor a aquello que la sociedad no pide tanto. Como una cátedra de hebreo, por ejemplo. “¿Tiene algún sentido desde el punto de vista comercial? No. Pero la universidad es un lugar donde custodiar determinadas reservas culturales”. Le inquieta que si no se protege el peso de la sabiduría por sí misma en la universidad, ¿dónde se va a hacer? Si en ella no hay una preocupación por las humanidades, por aquello tantas veces catalogado como “poco útil”, ¿en qué se convierte? No puede ser solamente un centro de especialización, sino que debe tener la inquietud de aportar algo más a la sociedad: “Debe acoger esa labor de transferencia de conocimiento como parte de su misión. Y así claro que podrá influir en el debate público”.
En cambio, advierte de que corre el peligro de ir a rebufo de lo que la sociedad le pide si no lidera los ámbitos intelectual, cultural y científico. Aquí es cuando Garrocho saca su lado más revolucionario. Cree que la universidad tiene que ser un poco más rebelde, y atreverse a llevar la contraria, convertirse en “un punto de resistencia. Si hoy no se lee, que en la universidad se reivindique el ejercicio de la lectura; si no se puede mantener una conversación sin mirar el móvil, que la universidad sea donde eso ocurra”. A Garrocho, que es profesor de jóvenes universitarios (la franja de edad con más usuarios en redes sociales en España), le gustaría que en sus clases “todas las pantallas se queden a la entrada en una caja”. Igual no puede lograr que exista un debate real fuera, “pero al menos que se mantenga en las aulas”.
Se ríe ante la cuestión sobre cuál sería, en definitiva, la misión de la universidad. “Esa pregunta ya se la hacía Ortega hace noventa años” nos dice, “y aún no hemos llegado a una respuesta clara”. Sin embargo, sí cree que “debe ser un espacio de diálogo privilegiado. Un lugar de alta, altísima libertad. En un aula universitaria se tiene que poder hablar de cualquier cosa sin cancelaciones, sin tensiones ni mordazas”.
De esta forma, podrá servir a la sociedad. Porque le da precisamente lo que más necesita: un sitio donde se debatan los problemas y se busquen las soluciones a través del diálogo razonado.