Ana Marta González
Profesora del departamento de Filosofía e Investigadora del Instituto Cultura
Naturalmente, hay verdades y verdades. Cada cual, el filósofo, el científico, el artista… persigue la propia de su ámbito, igual que todos perseguimos, con mayor o menor acierto, esa verdad que Aristóteles designó una vez como “verdad práctica”, la verdad de la acción y, en último término, la verdad de la vida.
Sin embargo, las verdades cuya ausencia desató la alarma de amplios sectores de la sociedad, hasta convertir el término posverdad en un tema de tertulia durante la friolera de varios meses, son humildes verdades fácticas.
Esas que, envueltas en una retórica más o menos persuasiva, tienen relevancia para la vida política: ¿ocurrió o no ocurrió tal cosa? ¿Dijo la verdad el candidato? ¿Estaba equivocado o mintió deliberadamente? En ese contexto, lo que el término posverdad pretendía poner de manifiesto es lo aterrador de un estado cultural marcado por una aparente indiferencia hacia la verdad, en el que ya no importa tanto lo que dijo, cuanto el modo en que lo dijo.
Como apuntaba Aristóteles en su Retórica, para un discurso eficaz no basta solo el argumento, sino la capacidad de llegar al público.
Sin duda, como apuntaba Aristóteles en su Retórica, para un discurso eficaz no basta solo el argumento, sino la capacidad de llegar al público, la apariencia de integridad… El problema aparece cuando la atención se dirige casi exclusivamente a estos aspectos, hasta extremos que rayan lo ridículo, y entre medias se sacrifica la verdad.
Porque, como argumentaba Hannah Arendt en un célebre ensayo, esto resulta letal para la credibilidad de la política.
El discurso populista constituye una reacción profundamente emocional, frente al discurso aséptico de una tecnocracia políticamente correcta.
Pero ambos sacrifican la verdad y terminan recurriendo a estrategias retóricas parecidas para hacerse un lugar en el escenario.
Formar una ciudadanía crítica, capaz de sustraerse a la dialéctica y a la superficialidad de discursos vacíos, requiere algo más que retórica: requiere esa clase de libertad que solo se conquista mediante un disciplinado amor a la verdad y un exigente ejercicio de autocrítica frente al dominio de lo efímero. De eso, no de otra cosa, trata la Filosofía