José María
Sánchez Galera
Revista Nuestro Tiempo
Hace tres décadas, Luis Alberto de Cuenca, en El héroe y sus máscaras (Mondadori, 1991), observaba al héroe a lo largo de toda su vida, con sus detalles, matices y contradicciones, en un recorrido por la literatura e historia antigua y medieval (y reelaboraciones o reinterpretaciones modernas de los clásicos), desde Gilgamesh, Hércules, Julio César u Homero hasta los bizantinos y los cruzados; estos últimos, héroes de una humanidad más resaltada.
Sus defectos son pecados y sus virtudes, reflejos de santidad. Quizá aquí hallemos el nudo gordiano, en la comparación entre los héroes de la Antigüedad gentil y los del Medievo cristiano.
Por eso toda la leyenda artúrica está repleta de lucha ascética.
Un contrapunto: el héroe cristiano. El héroe cristiano medieval, el caballero, es quizá el héroe “por antonomasia, porque ha sido el más excelso, el más acabado”, de acuerdo con García-Máiquez. Su código de conducta “con ciertos paralelismos con el código del samurái, como advertía Inazo Nitobe en Bushido: The Soul of Japan (Leeds & Biddle, 1899)”está regido por una exigencia moral superior a la destreza con las armas, a su formación intelectual y a sus gestas.
El caballero es, en primer lugar, un buen cristiano. Por eso Rodrigo Díaz de Vivar comienza el día rezando y asistiendo a misa, según el Cantar. Por eso toda la leyenda artúrica está repleta de lucha ascética, y por eso el respeto a las mujeres cobra más importancia que la victoria sobre el enemigo.
Por eso, el romancero castellano está trufado de referencias al regio desliz lujurioso que acarreó la derrota de Guadalete y la perdición de la España visigoda; si el caballero no sigue los senderos de Dios, de nada le sirven su corcel, su loriga, su espada.
En palabras de Victoria Hernández, profesora de Literatura y coordinadora en el grado de Humanidades de la Universidad Francisco de Vitoria, la cristianización del héroe supone una apuesta “por las virtudes de la caridad y la misericordia”. Para Hernández, “el héroe es un hombre que se eleva sobre sí mismo, sobre las miserias humanas y las trasciende en busca del bien común”.
El caballero cristiano tiene algo de eremita y mucho de enamorado. De ahí que, a pesar del trazo satírico de Cervantes, Alonso Quijano asegure que la apetecible labriega Aldonza Lorenzo es la “señora de sus pensamientos”. Como anotaba José Ortega y Gasset, no resulta casual que la corte papal de Aviñón fuese un vórtice del amor cortés. Y ese amor cortés es la fuerza que Dante y Petrarca, e incluso el arcipreste Juan Ruiz, reconocen como motor de la vida y señal de la verdad y belleza de Dios.
Continuará…