Jorge Carrión
Escritor y crítico cultural
Revista Nuestro Tiempo
Una isla que flota en medio de ninguna parte. Un lugar fuera de todos los mapas. Una prisión panóptica, puro biocontrol con disfraz de parque temático. Una máquina del tiempo donde los adultos son forzados a recordar los juegos de su infancia, que se han convertido en las claves de su supervivencia.
Un espacio que es a la vez geográfico y mítico, real y virtual, violento y lúdico, competición y espectáculo. Una isla distópica habitada por dos tipos de personas: los jugadores, a cara descubierta, y sus centinelas, enmascarados según una estricta jerarquía. Solo puede quedar un jugador. Ganará una fortuna.
Liquidará sus deudas. Será el triunfador único, el experdedor único, cuando hayan muerto todos y cada uno de sus contrincantes. La serie El juego del calamar es una fábula salvaje sobre la precariedad económica y existencial de todos nosotros, víctimas y verdugos del capitalismo especulativo, que genera una sociedad que no sabe pensarse a sí misma sin sus deudas.
No es descabellado ver en El juego del calamar una metáfora de Netflix.
Aunque el juego y la isla sean gestionados por personajes surcoreanos, en los últimos capítulos de la primera temporada aparecen unos excéntricos personajes que hablan en inglés. Según deducimos, siguen a través de pantallas las diversas competiciones que tienen lugar en otros escenarios similares.
Apuestan. Se divierten. Y, cuando alguno de los juegos destaca por su desarrollo, por el comportamiento de sus jugadores, por sus resultados, viajan para ver el desenlace en directo. Son los VIP. Ataviados también con disfraces y máscaras, se comportan de un modo despótico, erotizados por la muerte.
No es descabellado ver en El juego del calamar una metáfora de Netflix. Miles de contenidos luchan entre ellos. Deben captar la atención del público, nuestro deseo, nuestra conversación, a cualquier precio. Solo uno puede triunfar durante los días o semanas del trending topic.
El estadio es global, también lo es el premio. La lógica es injusta, absurda, incomprensible como la de los algoritmos. Sin embargo, el fenómeno serial explotó en octubre de 2021, el mismo mes en que Facebook se convirtió por arte de magia en Meta, de modo que la metáfora puede ampliarse.
Las mayores redes sociales y las plataformas, creadas por hombres blancos que hablan y piensan en inglés, generan metaversos donde nos transformamos continuamente en otros, en avatares. Allí nos refugiamos de nuestra precariedad, de nuestras deudas. Somos conscientes de las violencias y las distorsiones de esos espacios virtuales; es decir, de los sesgos étnicos y de género de sus algoritmos, del peligro de sus juicios masivos y virales. Y regresamos, una y otra vez, aunque el premio sea menos probabilidad que quimera.